El Senado de la República decidió esta semana que un juez federal no puede tomarse tres meses para cuidar a su hija recién nacida. La Comisión de Justicia, y después el Pleno, rechazaron otorgar licencia de paternidad con goce de sueldo a un juez de control del Centro de Justicia Penal Federal en Yucatán. No fue una omisión administrativa ni un error de trámite, sino una decisión deliberada que revela una idea muy clara sobre el lugar que ocupan los cuidados en el diseño institucional del Estado mexicano.
El caso, en los hechos, es sencillo. El juez solicitó una licencia de paternidad por tres meses con motivo del nacimiento prematuro de su hija, quien se encuentra enfrentando complicaciones de salud. No pidió un privilegio personal ni una excepción extravagante. Solicitó tiempo para cuidar. La respuesta fue negativa, bajo el argumento de que la reforma judicial eliminó el marco normativo que antes permitía las licencias de paternidad en el poder judicial federal y que, conforme al nuevo diseño constitucional, las ausencias mayores a un mes deben ser sin goce de sueldo y aprobadas expresamente por el Senado.
El razonamiento es formalmente correcto. Y, al mismo tiempo, profundamente problemático. Esto, porque el derecho no se agota en la literalidad. Desde hace años, la Constitución y la jurisprudencia de la Suprema Corte han sostenido que los derechos deben interpretarse de manera progresiva y conforme a su finalidad. El cuidado, la igualdad sustantiva y el interés superior de la niñez no son conceptos retóricos, sino parámetros constitucionales que obligan a las autoridades a algo más que una lectura rígida del texto constitucional.
Negar una licencia de paternidad no es una decisión neutra. Envía un mensaje institucional inequívoco: el cuidado sigue siendo una responsabilidad privada y, en los hechos, una tarea que se espera que asuman las mujeres. Si los hombres no pueden ausentarse para cuidar sin ser penalizados laboralmente, alguien más deberá hacerlo. Y ese “alguien más” no es abstracto. El debate en el Senado lo evidenció. Mientras algunos legisladores defendieron la negativa bajo el argumento de que “la constitución no lo permite”, otras voces, incluidas senadoras de Morena, señalaron la contradicción entre un discurso público que dice promover la igualdad y una práctica legislativa que bloquea la corresponsabilidad. No fue un desacuerdo técnico, sino una diferencia de visión sobre qué significa tomarse los cuidados y la igualdad sustantiva en serio.
También es revelador lo que no se discutió. No se habló del impacto en la infancia. No se habló del mensaje que se envía a los hombres que quieren ejercer una paternidad activa. Y, sobre todo, no se habló de cómo decisiones como esta refuerzan una división sexual del trabajo que el propio Estado dice querer desmontar.
Este episodio ocurre, además, en un contexto más amplio. México ha reconocido que existe una crisis de cuidados. Se habla de sistemas nacionales, de redistribuir cargas, de corresponsabilidad entre Estado, comunidad, mercado y familias. Pero cuando el derecho al cuidado se materializa, pareciera que la respuesta sigue siendo la misma: no está previsto, no toca, no ahora.
El problema no es solo que el Senado haya seguido una lectura estricta de la reforma judicial. El problema es que haya decidido no asumir que un diseño normativo que impide licencias de paternidad con goce de sueldo es un diseño que reproduce la desigualdad. Si el sistema no permite que los hombres cuiden, lo que está diciendo es que las mujeres deben seguir haciéndolo.
Un Poder Judicial que penaliza la paternidad activa no es más eficiente ni más neutral. Es más desigual. Un Estado que trata el cuidado como una excepción incómoda no progresista: es un Estado que sigue descansando sobre el trabajo no remunerado de las mujeres.
Negar una licencia de paternidad no es un acto menor, sino una definición política sobre quién cuida y quién trabaja, sobre qué vidas se ajustan al sistema y cuáles cargan con el costo. Mientras el mensaje siga siendo que cuidar es cosa de mujeres, la igualdad seguirá siendo una promesa incumplida, aún cuando se encuentre en el texto constitucional.

