¿Qué significa decir que una democracia funciona? No basta con que haya elecciones, tribunales o leyes en vigor. Una democracia funciona cuando sus instituciones resuelven conflictos de manera apegada a derecho, conforme a reglas claras y a precedentes que hacen previsible el ejercicio del poder, cuando sus decisiones pueden ser aceptadas incluso por quienes pierden y cuando la ciudadanía conserva la confianza en que las reglas del juego no cambian según la coyuntura.
2025 fue, en México, un año que puso a prueba esa definición. No fue un año de ruptura institucional ni de suspensión formal del orden democrático. Fue, más bien, un año en el que el funcionamiento cotidiano de nuestras instituciones quedó bajo escrutinio, revelando fortalezas, pero también límites que no pueden ignorarse si se aspira a una democracia que no solo exista, sino que opere razonablemente.
En su libro titulado Cómo hacer funcionar una democracia, Stephen Breyer propone una distinción fundamental: una democracia puede conservar intactas sus formas, elecciones periódicas, división de poderes, lenguaje constitucional, y aun así funcionar mal. Funciona bien, sostiene, cuando las instituciones generan previsibilidad, resuelven disputas conforme a reglas conocidas y permiten que las personas acepten decisiones adversas sin sentirse excluidas del sistema político.
Leído desde México, 2025 fue un año en el que esa capacidad de funcionamiento estuvo bajo presión. No por un colapso del Estado de derecho, sino por una acumulación de decisiones, omisiones y mensajes institucionales que tensionaron la confianza pública. La pregunta relevante no es si el sistema resistió —porque lo hizo—, sino con qué costos institucionales y con qué aprendizajes pendientes.
Uno de los ejes centrales del libro de Breyer es la defensa del papel de los tribunales y de los órganos de control como condiciones de posibilidad de la democracia. Su función, argumenta, no es reflejar la voluntad mayoritaria ni alinearse con el clima político del momento, sino hacer gobernable el desacuerdo mediante la aplicación consistente del derecho. En contextos polarizados, esa función se vuelve más exigente, no menos necesaria.
Durante 2025, en México, ese papel fue objeto de debate constante. Las instituciones enfrentaron presiones políticas, expectativas sociales contrapuestas y una ciudadanía cada vez más atenta a la coherencia de las decisiones públicas. El problema no fue únicamente el contenido de ciertas resoluciones, sino la forma en que se adoptaron y justificaron: el grado de deliberación, la claridad de los argumentos y la atención, o rechazo, a los precedentes que dotan de estabilidad al sistema jurídico.
Breyer insiste en que la legitimidad democrática no proviene solo de la corrección formal de las decisiones, sino de su razonabilidad pública. Las instituciones tienen una función pedagógica: explicar por qué deciden como deciden, qué principios protegen y cómo esas decisiones se insertan en una trayectoria jurídica reconocible. Cuando el lenguaje se vuelve opaco o la motivación insuficiente, la legalidad puede mantenerse, pero la legitimidad se debilita.
Este es uno de los aprendizajes más claros que deja 2025. Muchas decisiones fueron institucionalmente costosas. No necesariamente porque fueran erróneas, sino porque se percibieron como aisladas, excepcionales o poco consistentes con criterios previamente establecidos. Como advierte Breyer, la democracia no se erosiona solo cuando se violan las reglas, sino también cuando las reglas dejan de ofrecer orientación y previsibilidad.
El libro también ayuda a entender por qué estos déficits de funcionamiento tienen efectos diferenciados. Cuando las instituciones operan de manera deficiente, las desigualdades estructurales se profundizan.
Breyer subraya que una democracia funcional requiere que las personas cuenten con condiciones reales para ejercer los derechos que el orden jurídico reconoce. Cuando el diseño institucional ignora esas condiciones, el sistema sigue operando, pero lo hace de manera excluyente. En ese sentido, 2025 sigue dejando pendiente una discusión de fondo: cómo traducir el reconocimiento formal de derechos en capacidad efectiva de ejercicio, especialmente para quienes sostienen buena parte del funcionamiento social sin respaldo institucional suficiente.
El balance, entonces, no es el de una democracia en crisis terminal, pero tampoco el de una democracia plenamente saludable. Es el de una democracia puesta a prueba, obligada a revisar la calidad de sus prácticas, la consistencia de sus decisiones y la manera en que comunica sus razones. La enseñanza no es abandonar las instituciones, sino exigirles más, precisamente porque siguen siendo centrales.
Breyer cierra su reflexión con una conclusión clara: la democracia no funciona por inercia. Requiere instituciones conscientes de su papel, actores políticos dispuestos a aceptar límites y ciudadanía que no renuncie a exigir razones. El balance de 2025 no debería llevarnos ni a la complacencia ni al fatalismo. Debería conducirnos a una pregunta más exigente: qué necesitamos cambiar para que nuestras instituciones no solo existan, sino funcionen mejor.
Ese es el verdadero reto para 2026. Y también la responsabilidad compartida de quienes aún creemos en la democracia como práctica cotidiana, no solo como forma constitucional.
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