Setenta por ciento de quienes votaron por Trump consideran que las elecciones no fueron libres ni justas y el 68% piensa que estuvieron amañadas, según encuestas. Este dato es el eje en torno al que se mueve gran parte de lo ocurrido en las últimas semanas. Para la mayor parte del partido republicano, oponerse a Trump o simplemente abandonar el frente de batalla, significaba traicionar esta creencia, un costo que muy pocas personas estuvieron dispuestas a pagar. El tema nunca fue si la idea del fraude masivo (subrayo la palabra masivo) era verdad, o si había cómo probarla. El tema era que millones de votantes del partido republicano sienten que eso es verdad. Por tanto, lo relevante no era tanto si las acusaciones tenían méritos para ser escuchadas por las cortes y tenían probabilidades de ganar. Mucho más relevante era demostrar que se estaba luchando hasta el último momento. Si los tribunales o incluso la Suprema Corte de Justicia desestimaban los cargos, entonces la traición estaba de su lado, no de los demandantes. ¿Cómo se ha acumulado este sistema de creencias y qué implica para el presidente entrante?

Antes, es importante advertir que en este texto no estamos hablando de la totalidad de votantes republicanos. El voto por Trump es mucho más complejo de lo que a veces se entiende, y obedece a múltiples factores que en estos meses y años se seguirán analizando. No obstante, la cantidad de personas que piensa que hubo un fraude electoral es de tal magnitud, que ello sí tiene implicaciones políticas imposibles de evadir. De ahí la necesidad de comentarlo.

Dos factores para entender la relevancia de esto: (1) El mayor predictor de que una persona crea en una teoría de conspiración, es su creencia previa en una conspiración anterior, según explica Cass Sunstein. Las teorías de conspiración, nos dice la investigación, se dan en cascada; y (2) La relación entre este presidente y su base es bidireccional. El presidente alimenta continuamente la idea de que existe una conspiración en su contra. Al mismo tiempo, el presidente entiende muy bien cómo piensa su base electoral, conecta con ella, y se nutre de ella. En todo este panorama, la teoría de que hubo un fraude electoral, un robo masivo de votos en el que participaron actores de distintos niveles de gobierno, de los tres poderes de la unión, de ambos partidos, además de personalidades clave del sector privado, de los espectáculos y los medios de comunicación, no es sino un capítulo más de una serie de cascadas que no han terminado.

Por ejemplo, hace muchos años, Trump impulsó la teoría de que Obama no era estadounidense, sino un musulmán nacido en África. Al hacerlo, independientemente de la evidencia al respecto, Trump fue paulatinamente acumulando una masa de seguidores para quienes esta idea tenía absoluto sentido. Posteriormente se promovió como un candidato presidencial que era externo a Washington, ajeno a las élites del poder, libre de la corrupción y malas decisiones que a lo largo de años habían sido tomadas lo mismo por presidentes demócratas que republicanos. Por tanto, durante las primarias del 2016, continuamente argumentaba que las estructuras de poder—incluso las de su propio partido—operaban en su contra. Trump en realidad representaba un movimiento anti establishment, abanderaba a amplios sectores (cuya dimensión en ese entonces estaba altamente subestimada) hartos del sistema, que desconfiaban de las instituciones, de los medios y que estaban convencidos de que Washington estaba podrida de corrupción y suciedad.

Más adelante, ya en la campaña contra Hilary, Trump declaraba varias veces que las elecciones estaban amañadas y llenas de trampas diseñadas para que él no ganara. Esta teoría no terminó ni siquiera con su victoria. Trump siguió insistiendo en que hubo millones de votos ilegales y que solo por eso Hilary había ganado el voto popular. Una buena parte de su electorado, de acuerdo con encuestas de ese año, le creía a pesar de que ello nunca fue demostrado.

La cascada de las teorías de conspiración no se detuvo. Ahora, cuando finalmente Trump lograba “vencer al establishment” y tomaba posesión de la Casa Blanca, las estructuras del sistema “se aliaban para sacarlo de ahí” a como diera lugar. Mediante tuits, declaraciones y discursos, el presidente colocó una y otra vez en la misma línea enemiga a las agencias de inteligencia, a personalidades de la política (demócratas y republicanos por igual), a miembros de su propio gabinete, de su propio equipo que siempre “terminaban traicionándolo”.

Desde el “Estado Profundo”, se fraguaba un plan para encontrarle pruebas a fin de destituirlo. Primero, la injerencia rusa en las elecciones (que él se rehusaba a aceptar pues deslegitimaba su victoria). Luego, la colusión de Moscú con su campaña electoral y una fiscalía especial para investigar esos alegatos. Ya en 2020, a falta de evidencia para sacarlo del poder por la colusión con Rusia, se “diseñaba un nuevo plan” para someterlo a un juicio de destitución por el caso ucraniano.

Todo encajaba. Al final, si bien se demostró la injerencia rusa en las elecciones, no hubo evidencia suficiente para inculpar al presidente de estar aliado con ese país para ganarlas. Uno a uno de sus detractores en la Casa Blanca que operaban en su contra desde adentro, terminaba exhibiendo su “traición”, y él los iba retirando del camino. El voto a favor de destituirlo tras el juicio de Impeachment en la Cámara de Representantes y a favor de su absolución en el Senado, se dio prácticamente en las líneas partidistas. Por tanto, ese juicio se presentó como la última treta y fracaso de sus enemigos para sacarlo del poder.

En ese sentido, el fraude forma parte de la misma narrativa. Ya que no han podido destituirlo de manera legal, ahora, el “Estado Profundo” echaba a andar toda una maquinaria—la misma que ya había echado a andar en 2016, pero ahora de formas mucho más refinadas—para robarle la elección y sacarlo de la Casa Blanca. Trump advirtió una y otra vez que mediante un complejo sistema de votación a distancia “con el pretexto” de la pandemia, funcionarios electorales, miembros locales, estatales y federales del partido demócrata apoyados por los medios de comunicación tradicionales, por multimillonarios y personalidades de todos los ámbitos, planeaban un “fraude masivo” en su contra. Millones de personas le creyeron desde entonces.

De manera que, una vez transcurrida la jornada electoral, todo cuadraba con sus sospechas: Los cambios de tendencia en estados clave como Georgia o Pensilvania, los escasos márgenes en Wisconsin, Nevada o Arizona, el uso de máquinas para contar votos cuyo “mal funcionamiento” había sido ya probado; posteriormente, la proyección de Biden como ganador por parte de los medios y la desestimación de casos por decenas de cortes a causa de falta de pruebas, algo que en realidad exhibía la “indisposición” a escuchar los alegatos de la campaña de Trump o quienes la apoyaban. Esto incluyó, ya el viernes pasado, a la Suprema Corte de Justicia con todo y los tres jueces nominados por el mismo presidente. En fin. Todo un plan.

La cuestión es que, para quienes creen en ello, la existencia de este plan no necesita ser probada. Es autoevidente. Si las pruebas ofrecidas muestran una verdad diferente, entonces las pruebas forman parte del plan. También forma parte del plan quien las exhibe y quien las juzga. No importa cuántas veces se vuelva a contar los votos (a mano, voto por voto y casilla por casilla como en Georgia, estado gobernado por republicanos), se trata de una conspiración que se autosostiene.

En esa conspiración creen millones de votantes, y ese es el dato, porque cualquier esfuerzo de distensión, de despolarización, y de sanación social, cruza por el fantasma de la ilegitimidad de Biden, quien, para esos millones, siempre será el presidente que robó las elecciones.

Esta idea conlleva una carga política no solo por el ambiente en el cual Biden debe gobernar, sino porque como ya vimos, el partido republicano en mayor o menor grado, se siente obligado a actuar en consecuencia, a no dar la espalda a ese amplio sector que siente que sí hubo un fraude masivo, y mucho menos a Trump, su más importante representante.

Twitter: @maurimm

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