La narrativa es esta: el virus es “producto de la creación o manipulación humana”, concretamente en los laboratorios de Wuhan, desde donde, accidentalmente, esta “arma biológica” se habría escapado del control de sus artífices chinos. Hay toda una estrategia comunicativa alrededor de este relato que ha incluido no solo declaraciones y tuits de Trump o su Secretario de Estado, Mike Pompeo, además de diversas figuras del partido republicano, sino también, de acuerdo con reportes periodísticos, ha incluido la presión a las agencias de inteligencia para investigar el asunto. No obstante, tanto esas agencias de inteligencia, como la ciencia, parecen estarnos diciendo otra cosa. Por tanto, este tema necesita ser analizado desde al menos dos dimensiones: una de ellas, la campaña electoral y la política interna en EEUU (y también en China), y la segunda, el estado actual de la rivalidad geopolítica entre esas dos superpotencias, y las implicaciones que la pandemia puede estar provocando al respecto.

Empiezo por señalar que la investigación científica indica, hasta ahora, que no existen pruebas de que el virus SARS-CoV-2 haya sido el resultado de un plan para crear un arma biológica o algo similar. De hecho, la evidencia es “astronómica” en el sentido inverso, de acuerdo con un artículo científico publicado por un equipo de investigadores en la revista especializada Nature Medicine. “No creemos que cualquier tipo de escenario de laboratorio sea plausible”, escriben los autores; este virus se habría transmitido de la misma forma que sus familiares como el virus del SARS, probablemente a través del contacto (sin manipulación de por medio) entre algún mamífero y seres humanos. Esto coincide con un informe de la más alta agencia de espionaje en EEUU, el cual señala que “la comunidad de inteligencia estadounidense cree que el virus del Covid-19 que se originó en China no fue creado por el hombre o genéticamente modificado”. En cambio, como dije, fluyen reportes periodísticos en el sentido de que estas agencias de inteligencia habrían sido presionadas por la Casa Blanca para encontrar pruebas que hasta ahora no aparecen.

Lo anterior parece sugerir que más bien nos encontramos ante otro tipo de panorama vinculado tanto con política interna como con la rivalidad geopolítica entre ambas superpotencias.
Ahora bien, Trump no es particularmente un estadista que tenga como una de sus prioridades la geopolítica de largo plazo. La construcción de su discurso y temas de conversación, obedece sobre todo a lo que él intuye necesario enfocar en un momento dado para impulsar su imagen y una agenda muy concreta que le caracteriza. Es común encontrar en él declaraciones erráticas, confusas o emitidas en direcciones opuestas: un día dice algo, al día siguiente lo contrario. Lo que este presidente sí tiene bien claro, y mucho más por esa intuición, diría yo, que por estudios sociológicos o de opinión, es cómo conectar con un importante sector del electorado estadounidense.

Así, al inicio de la pandemia, él aplaude a China por su buen manejo de la crisis. Pero, transcurridas las semanas, y entendiendo el impacto humano, económico y social del Covid en el país que dirige, se ve obligado a reorientar la narrativa. Primero, porque su gobierno empieza a recibir severas críticas por su lentitud en responder, por lo errático y descoordinado de sus respuestas, y porque de las cuatro economías más grandes del mundo (junto con China, Japón y Alemania), EEUU parece ser el país que está operando con el mayor descontrol, y, por ende, el que podría salir más afectado por la crisis. Esto ameritaba, entonces, una veloz reacción política que, en este caso, implicó el desvío de los reflectores hacia afuera. Si se logra convencer a la población de que este es un problema externo, un “virus chino”, que además fue producto de la creación o manipulación humana en laboratorios de ese país; comunicar que el gobierno chino no solo habría perdido el control del coronavirus y habría fallado en contenerlo, sino que esconde sus cifras de muertes y contagios, y que por tanto Trump no es responsable de lo que pasa, entonces quizás se podría amortizar la intensidad del descontento y frustración que podrían afectar su popularidad.

Y segundo, porque su campaña electoral transcurre en medio de un torbellino que ha borrado la mayor carta con la que se jugaba su reelección, sus triunfos económicos. No es de extrañar, por tanto, que en estos días el presidente retome temas electoralmente populares como la migración, las quejas contra los medios o el foco sobre los culpables o enemigos externos, de los cuales, China es el mayor.

Del lado chino no hay campaña electoral, pero sí se ha vivido una crisis política de una magnitud que quizás no se experimentaba desde la matanza de Tiananmen. El uso excesivo de la fuerza para controlar la epidemia, la falta de transparencia e incluso la represión contra quienes querían informar sobre lo que ocurría en diciembre y enero, ocasionaron en China una especie de revuelta digital, algo muy raro en ese país. A través de plataformas como Weibo (similar a Twitter) millones de ciudadanos expresaban su frustración, su desencanto, sus homenajes a las personas reprimidas por el gobierno y temas relacionados, lo que, sumado a su propia crisis económica y de desempleo, ha provocado enorme preocupación en Beijing. Bajo ese entorno, China también ha tenido que desviar la atención de su ciudadanía y orientarla hacia enemigos externos como EEUU.

Sin embargo, más allá de las cuestiones electorales o de política interna, hay que entender que estamos en un momento enormemente álgido en la rivalidad estructural que existe entre las dos superpotencias. Ya desde mucho antes de la crisis actual—y mucho antes de la presidencia de Trump—esta rivalidad se ha venido manifestando en muy distintos ámbitos. Estos incluyen áreas como (a) una feroz ciberguerra, (b) una guerra informativa, (c) una carrera tecnológica, (d) una carrera armamentista, (e) roces, choques y desafíos mutuos en zonas disputadas en los mares colindantes con China, (f) la competencia y conflicto por espacios de influencia política y económica en distintas zonas del globo (como por ejemplo, con la Iniciativa Cinturón y Ruta, un mega proyecto chino de infraestructura para conectar a más de 60 países en el mundo). Estos elementos de choque se acentuaron con la administración Trump, añadiéndose ahora otros como la guerra comercial y la cruzada contra Huawei y la 5G.

Entonces, llega el Covid, y su arribo amenaza al poder de ambas potencias pues las está debilitando seriamente. Y lo que parece es que esta debilidad ha producido la idea mutua de que, en medio del ambiente actual, su gran rival podría estar distraído con sus crisis internas y que, por tanto, se abre un área de oportunidad para ganar espacios. Pero esa percepción en realidad tiende a incentivar el conflicto, pues las dos potencias se están enviando mensajes para contrarrestar esa posible imagen de debilidad: mensajes de fuerza, a fin de demostrar que no están bajando la guardia.

El problema mayor es que esta combinación de asuntos de política interna y electoral, con la rivalidad geopolítica, la crisis sanitaria, económica y social, está propiciando un entorno sumamente delicado que se viene a añadir a la dinámica conflictiva que había sido activada desde años atrás entre ambas superpotencias. Un informe interno en China advierte que Beijing enfrenta una creciente ola de hostilidad a raíz del brote de coronavirus, “lo que podría llevar a sus relaciones con los Estados Unidos a una confrontación”. Esto no significa que estemos necesariamente ante escenarios de guerra. Pero lo que sí significa es que si en China esto no está siendo descartado, la comunidad internacional interesada en la estabilidad global—incluidos actores del sector privado que terminan muy afectados por la confrontación entre dos enormes socios comerciales, o bien, en otros ámbitos como los organismos internacionales o los gobiernos de países como el nuestro—tendríamos que tomarnos con absoluta seriedad el ascenso de la espiral conflictiva señalada y entender que es indispensable contribuir a detenerla. No está fácil, pero tal vez podríamos empezar por confiar en la ciencia y ayudar a deconstruir las teorías conspirativas.


Analista internacional. @maurimm

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