Hace unos días, miembros de la comunidad de inteligencia en EEUU filtraron a dos medios estadounidenses una nota muy delicada. La oficina de inteligencia militar rusa (la GRU) habría estado pagando recompensas desde hace años a personas asociadas a los talibanes en Afganistán para matar a soldados estadounidenses. Al menos uno de esos soldados—posiblemente decenas de ellos—habrían muerto bajo este esquema. Los medios reportan que la administración Trump fue informada de esto desde febrero y que el presidente prefirió ignorarlo. La Casa Blanca niega su responsabilidad indicando que el presidente no sabía nada. La evidencia, dicen, era dudosa y no merecía la atención de Trump hasta confirmarse. Sin embargo, el tema es, repito, enormemente delicado al menos desde tres ángulos: el primero es el proceso de negociaciones entre EEUU y los talibanes mediante el que Trump está buscando sacar a las tropas de ese país tras la guerra más larga de su historia; el segundo es el drama que se está desarrollando en Washington en torno a las tóxicas relaciones entre el presidente y su comunidad de inteligencia; y el tercer aspecto, quizás el más grave, es el del estado de las relaciones entre EEUU y Rusia, factor que por supuesto, rebasa a Trump.

Primer ángulo: hay que recordar que Afganistán está en medio de un proceso de negociaciones que buscaría poner fin a un larguísimo conflicto. En realidad, más que un “proceso de paz” serio entre el gobierno afgano y los talibanes, por ahora se trata de arreglos entre Washington y el liderazgo talibán para que Trump logre cumplir con una de sus mayores promesas de campaña: sacar de ahí a sus tropas y así retirarse de esas “guerras ajenas, lejanas y costosas” que tanto ha criticado. El acuerdo entre Washington y los talibanes fue firmado en febrero, y suponía una siguiente fase, la más complicada, en la que los talibanes ahora sí iniciaban negociaciones con Kabul. Sin embargo, las cosas no han caminado como Trump esperaba. De hecho, durante las últimas semanas, Afganistán ha vivido varias de las jornadas más violentas en 19 años de guerra. Apenas hace unos días, la ONU reportó que, en 15 ocasiones diferentes, los centros de salud fueron vilmente atacados durante los primeros meses de Covid en ese país, causando lamentables bajas entre el personal sanitario y pacientes, incluidas mujeres, niños y bebés.

Ahora bien, la sola idea de que ciertos grupos talibanes hubiesen aceptado recompensas para matar a soldados estadounidenses, y que lo hubieran seguido haciendo durante pleno proceso de negociaciones, refleja lo complejo que es en realidad ese proceso, y muestra una pequeña parte de lo que sucederá con Afganistán si Trump insiste en cumplir con su calendario de retiros—con objetivos electorales—sin haber contribuido a cimentar verdaderas condiciones de paz tras sus 19 años de intervención militar. El liderazgo talibán se comprometió con Washington a “eliminar” la violencia y el terrorismo, y a neutralizar a los grupos radicales. La situación que describimos, no obstante, refleja dos factores al respecto: uno, el rol de los “spoilers”, aquellos actores que buscarán descarrilar todo el proceso, y dos, el potencial rol de actores internacionales que también podrían querer estropear cualquier chispa de éxito al respecto.

El segundo ángulo sobre el escándalo lo señala atinadamente Susan Rice, exasesora de seguridad nacional de EEUU, en un artículo de opinión. Es muy difícil creer que a Trump no se le hubiera informado de un asunto tan grave. Si, en efecto, se le informó, ¿por qué no respondió ante Rusia? Pero si de verdad no se le informó, ¿quién tomó la decisión de ocultarle esta pieza de información de implicaciones tan delicadas, o incluso ocultarle las sospechas que la comunidad de inteligencia tenía al respecto? ¿Tenían miedo de transmitirle malas noticias respecto a Rusia?, se pregunta Rice. La Casa Blanca ya ha reconocido que la CIA había concluido que los reportes eran válidos. El Consejo de Seguridad Nacional se reunió expresamente para analizar la cuestión desde marzo, y el expediente obra en los informes escritos que se le entregan diariamente al presidente. Incluso sabiendo que Trump rara vez lee esos reportes y nunca lo hace a detalle, acá hay unas pistas:

Trump ha desestimado, una y otra vez, los reportes de inteligencia que implican a Rusia en la injerencia en las últimas elecciones de EEUU; ha expresado públicamente que, al respecto, él le cree a Putin (lo que implica que no cree a sus diversas agencias de inteligencia). Es más, en plena campaña del 2016, Trump pidió públicamente a Rusia que hackeara los correos de Clinton. Bolton, exasesor de seguridad nacional de Trump, dice en su libro, recientemente publicado, que Trump repetidamente se oponía a criticar a Rusia y “nos presionaba para que nosotros no fuésemos críticos de Rusia públicamente”. Además de ello, Trump ha invitado a Putin a reincorporarse a las reuniones del G7 sin que el asunto de Crimea y Ucrania haya sido resuelto, o, por ejemplo, hace unas semanas, en un duro golpe a la OTAN, anunció el retiro de una tercera parte de sus tropas estacionadas en Alemania. De acuerdo con el mismo libro de Bolton, Trump ha estado mucho más cerca de abandonar la alianza atlántica de lo que anteriormente suponíamos.

En fin, todos estos factores, han ocasionado que a lo largo de estos años exista un proceso de toma de decisiones muy diferente en esta Casa Blanca al de cualquiera de las anteriores. Una de las consecuencias de ello es que, ante las conflictivas relaciones existentes entre las comunidades de seguridad e inteligencia con Trump, frecuentemente se tiene que pensar muy bien qué se le dice (y cómo), y qué se le oculta. Ya sea por ello, o bien, porque Trump sí sabía del asunto de Rusia y los talibanes, y no hizo nada al respecto, alguien dentro de esa comunidad optó por filtrar los reportes a la prensa y así, subir el tema a la agenda.

Tercer ángulo: al margen de todo el escándalo, este tema es realmente grave en tanto que refleja el deterioro que han venido sufriendo las relaciones entre Estados Unidos y Rusia. Considere usted que en Moscú se habría tomado la decisión ya no de hackear sistemas, espiar organizaciones y agencias, provocar disrupciones en infraestructura crítica, o atizar las redes sociales para generar caos político en EEUU. Se habría decidido intervenir directamente en un territorio en el que Washington lucha una guerra, mediante recompensas ofrecidas a enemigos de ese país para matar a sus soldados. Y todo ello habría continuado en pleno proceso de negociaciones entre EEUU y los talibanes, sabiendo perfectamente el impacto negativo que esas muertes podrían ocasionar en dichas negociaciones.

Esto, sin la menor duda, representaría una escalada en la confrontación entre ambas superpotencias, la cual debe sumarse a los otros elementos que ya mencioné—ciberguerra, guerra informativa y espionaje—además de muchos componentes más como lo son: (a) el fin de acuerdos sobre control de armas como el de misiles intermedios (INF), o el retiro de EEUU del tratado sobre cielos abiertos (que permitía la vigilancia aérea de potencias rivales con el fin de supervisar sus despliegues de armamento), y ahora mismo el riesgo que corre el único acuerdo sobre control de armas estratégicas que sobrevive, el Nuevo START, que expira en febrero del 2021; (b) las carreras armamentistas que todo esto está implicando, sobre todo tras los más recientes avances tecnológicos que han sido exhibidos; y (c) la competencia por esferas de influencia en un entorno en el que se percibe a Estados Unidos en repliegue dejando vacíos a diestra y siniestra.

Putin parece estar operando con Trump en su mente—con todo lo que supone comprender su carácter y usar ese carácter para favorecer su agenda—pero también parece estar pensando más allá de Trump, toda vez que, por lo que estamos apreciando justo estos días en que en Rusia se estarán aprobando cambios constitucionales, ese presidente gobernará en Moscú bastante más tiempo del que hasta hace pocos meses suponíamos.

Twitter: @maurimm

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