Nuestra política exterior y de defensa van “a la deriva”, escribía un grupo de personas en junio de 1997 al fundar un centro de pensamiento e investigación llamado “Proyecto para un Nuevo Siglo Americano ( PNAC )”. Washington vive del capital que construyó en décadas pasadas, pero ese capital se está agotando, decían. “Estados Unidos enfrenta el reto de moldear el nuevo siglo a favor de sus principios e intereses”. Urge dar un giro a la política internacional de Clinton . Es indispensable redoblar el presupuesto militar, activar el liderazgo estadounidense en el planeta, y, con la bandera de la democracia y una “claridad moral” indiscutible, retar a los regímenes “hostiles a nuestros intereses y valores”. Se requiere una política exterior “neo-reaganiana” que impulse la “hegemonía global benévola” y la “unipolaridad” estadounidense. La carta de principios del PNAC fue firmada por 25 personas. Diez de ellas ocuparon, cuatro años después, puestos clave en la administración de George W. Bush . Personalidades como el vicepresidente Cheney, el secretario de defensa Rumsfeld o su subsecretario, Wolfowitz, eran algunos de los firmantes. Mucho antes de los ataques del 11 de septiembre del 2001, ya argumentaban que había que cambiar el régimen en países como Irak. Y por supuesto, tras esos atentados, ellos fueron los arquitectos de las intervenciones militares estadounidenses en Afganistán e Irak. Hoy, cuando Kabul cae en manos de los talibanes, vale la pena revisitar sus estrategias.

El grupo en cuestión forma parte de la corriente neoconservadora, conocida en Washington como los “neocons”. Su pensamiento político procede de los años sesenta, inspirado en intelectuales como Leo Strauss . Sin embargo, al formular sus ideas como la promoción de la “paz mediante la fuerza”, o el “intervencionismo internacional para expandir la democracia”, los neoconservadores que firmaron la carta del PNAC y penetraron en la administración Bush, más bien llevaron a cabo sus propias interpretaciones de ese pensamiento. Más aún, algunos de los firmantes de esa carta no eran particularmente ideólogos, sino que fueron fuertemente influenciados por quienes sí lo eran. Algunas personas de ese mismo grupo siguen rondando por ahí en puestos importantes. Por ejemplo, Elliot Abrams , un político que ha trabajado en Washington desde tiempos de Reagan, fue designado por Pompeo como el enviado especial para asuntos de Venezuela en 2019. Zalmay Khalilzad , quien fungió como embajador estadounidense en Afganistán , Irak y la ONU en tiempos de Bush, fue con Trump el negociador en jefe de la delegación estadounidense ante los talibanes, y actualmente es quien sigue negociando con éstos en temas cruciales como lo fue la evacuación de los últimos días.

¿Por qué hoy es tan relevante la discusión al respecto de su rol durante la primera década del siglo? Considere el episodio narrado por Peggy Noonan hace unos días en el WSJ en su texto “Lo que Bora Bora pudo haber sido”. De acuerdo con la autora, hacia diciembre del 2001, Bin Laden estaba cercado por las fuerzas estadounidenses, por la CIA y los grupos de operaciones especiales, en su escondite afgano en las montañas de Bora Bora. El líder de Al Qaeda , según él mismo escribió posteriormente, estaba seguro que ese sería su final. Sin embargo, por razones inexplicables, Bin Laden pudo escapar. De acuerdo con un reporte presentado al Congreso ya en 2009, la responsabilidad de este escape fue atribuida a Rumsfeld, el secretario de defensa en aquel 2001. Tal vez se escapó por un error cometido por aquellas fuerzas, o por factores de la propia guerra, dice Noonan. Pero tal vez no se hizo lo suficiente por capturarlo, sostiene, pues de haberlo aprehendido o muerto en ese punto, hubiese sido difícil que Washington siguiera adelante con lo que ya desde entonces se planeaba: Irak.

Es imposible saber si esa última hipótesis de la autora es sostenible. Pero lo que sí sabemos—y con mirar los planteamientos del PNAC desde 1997 basta—es que al menos una decena de personas de altísima influencia en la administración Bush, estaban aprovechando el momento para echar a andar su visión de la política exterior estadounidense. Y esa política exterior no consistía exclusivamente en perseguir a un terrorista o destruir a su organización. Se trataba más bien de establecer una base sólida para construir el “Nuevo Siglo Americano”, promoviendo un enfoque “benevolente y moral”, para derrocar a todos los regímenes hostiles (no solo en Afganistán, sino en otras partes como Irak, Libia o Irán) e impulsar la “democracia y la paz” a través de la fuerza y la hegemonía de Washington.

Para el cumplimiento de estos planes, era básico establecer bases militares e incrementar el número de tropas en Afganistán. Eche un vistazo al mapa de Asia, como nos explicaba el profesor Ijaz Nabi esta semana desde Pakistán, en un panel organizado por el CIDE en el que participamos. Afganistán esta ahí, justo en el centro de todo. A un paso de Rusia y China, entre Irán y Pakistán, a la vuelta de Irak. Cerca de la India, no muy lejos del mar, en el corazón de la ruta que une a Occidente con Oriente. La meta de los neoconservadores que ocuparon la Casa Blanca en 2001 no se limitaba a Al Qaeda, ni siquiera se trataba solo de derrocar a Saddam Hussein. Su sueño era mucho mayor.

Es muy probable que ya desde hace tiempo, aquel grupo que había firmado la carta del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, venía repensando algunas de sus ideas de 1997. Pero esta semana, cuando las últimas tropas estadounidenses dejan Afganistán, cuando la embajada y el cuartel de la CIA en Kabul son desmantelados, y cuando desde la Casa Blanca se justifica el repliegue, aquel sueño que dos décadas atrás no solo habían imaginado, sino que comenzaron a forjar, se termina de desdibujar casi por completo.

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