Cuando suceden eventos tales como las terribles balaceras de esta semana en espacios públicos en Cuernavaca, además de solidarizarnos con todas las víctimas directas, hay otro tipo de víctimas de las que no siempre se habla: los millones de personas que padecemos los efectos psicosociales a causa de ese tipo de violencia. No se trata solo de la “percepción de inseguridad” que refleja una gran cantidad de encuestas. Estamos hablando de efectos profundos que tienden a dejar una huella, a veces permanente. Se trata esas “otras” víctimas, las que somos producto del miedo, la impotencia, la desesperanza, la angustia, la habituación o la evasión, entre otra serie de afectaciones. Nos ha costado tiempo y mucha investigación apenas comenzar a comprender el tema. El punto de entrada, cuando iniciamos nuestros estudios en 2011, tomando como base el conocimiento internacional sobre la materia, fue el impacto del miedo en cuanto a las posibilidades de construir paz y cómo es que esa circunstancia venía afectando a México en específico. Desde entonces, en el Centro de Investigación para la Paz México, AC., hemos extendido y profundizado estas investigaciones. Permítanos compartir algunos de nuestros hallazgos.

Primero, este es un tema adicional a las siempre lamentables víctimas directas de la violencia. Lo que estamos describiendo, tristemente se viene a añadir y complica las ya naturales dificultades provocadas por los homicidios, los heridos, la necesidad de atender a sus familiares o a los miles de víctimas de las muchas comunidades afectadas por circunstancias asociadas al crimen organizado.

Segundo, el problema central es que el miedo acarrea una serie de impactos en muy distintos rubros. La investigación ha mostrado que las personas que están bajo estrés o tienen miedo, tienden a ser menos tolerantes, más reactivas, y más excluyentes de otras personas a raíz de las amenazas percibidas (Wilson, 2004; Siegel, 2007). “El conflicto endurece tu corazón”, es como lo plantean algunos autores (Hirsch-Hoefler, Canetti, Rapaport, y Hobfoll, 2016). Otros investigadores explican que la exposición al terror o a la violencia ocasiona que las personas apoyen menos los esfuerzos de paz; aunque hay excepciones notables, la tendencia que marcan las investigaciones es contundente: los procesos de pacificación se ven perjudicados, no beneficiados por la prevalencia de condiciones del estrés severo que ocasiona el terror. El estrés y terror colectivos también pueden impactar en temas que van desde las preferencias electorales, el apoyo político a figuras percibidas como autoritarias o de “mano dura”, el respaldo a iniciativas tales como el cierre de fronteras o la militarización de las fuerzas de seguridad civiles, hasta el castigo colectivo a determinados grupos religiosos o sociales, incluyendo en algunos casos el deseo de represalias violentas dirigidas hacia los “enemigos” percibidos de esas sociedades (Hanes y Machin, 2014).

Es por todo lo anterior que el Instituto para la Economía y la Paz incorpora el “miedo a la violencia” como una de los factores que definen la falta de paz. Ekanola (2012) lo plantea así: Existen diferentes condiciones, objetivas y subjetivas, para que una sociedad pueda ser considerada pacífica. Las condiciones objetivas incluyen seguridad física, prosperidad material y armonía entre los miembros de dicha sociedad. Las condiciones subjetivas
incluyen el bienestar emocional de los miembros de esa sociedad. Y es natural. Cuando tenemos miedo no nos sentimos en paz, incluso si el conflicto armado o la violencia material se llegan a reducir.

Lo esencial es quizás entender que no somos de palo. Somos seres sensibles y vulnerables, que no tenemos la armadura suficiente para recibir, procesar y permanecer inmunes ante el cúmulo de información a la que estamos sujetos todos los días en países como el nuestro. Estamos hablando ya no solo de las personas que tienen contacto directo con los eventos de violencia, sino de todos esos millones de seres humanos quienes tenemos contacto con la narrativa de esos eventos: nos enteramos de ellos a través de noticias, conversaciones, rumores, textos, imágenes y videos—frecuentemente brutales—compartidos en medios de comunicación tradicionales y/o en redes sociales como Twitter, Facebook o Whatsapp.

La investigación que hemos efectuado desde el 2011 hasta fines del año pasado, ha detectado una correlación estadísticamente muy significativa entre exposición a medios y síntomas de estrés y trauma como angustia, irritabilidad, pesadillas e insomnio; 90% de nuestros encuestados reportaban tener contacto con noticias y 75% indicaban que después de este contacto se sentían peor. Entre otras cosas, detectamos la presencia de este tipo de síntomas incluso en varias de las zonas del país con baja incidencia delictiva, lo que ya desde el 2011 nos hablaba de un contagio de estrés. Para el 2011, la posible incidencia de estrés post traumático que nosotros encontramos era 20 veces mayor que en mediciones previas al 2006. Esto nos ha llevado a efectuar cientos de entrevistas de profundidad en 23 estados de la república, además de decenas de colonias de la capital a lo largo de los últimos años. En ellas hemos encontrado que muchas personas, incluso aquellas que no han vivido de manera personal eventos relativos a crímenes o a violencia, experimentan afectaciones que ellas atribuyen a la violencia criminal, tales como cambiar sus patrones de conducta, dejar de salir a la calle, dejar de acudir a restaurantes, a cines, dejar de frecuentar espacios públicos, faltar al trabajo o estar presentes en éste sin realmente tener la cabeza puesta en él, o bien, sospechar de personas desconocidas, insomnio, pesadillas o hasta problemas estomacales, todo ello, nuevamente, vinculado con la situación de violencia por la que se sienten afectadas. Uno de cada dos participantes nos decía que, si pudiera irse de México, lo haría. Pero no pueden irse, lo que les provoca aún mayor estrés.

Entre otros muchos temas, corroboramos lo que se ha detectado en otros países: una fuerte tendencia a la habituación y a la evasión. Los eventos de violencia nos dejan de ser novedosos, nos acostumbramos y los normalizamos. Las tragedias se convierten en números o en fosas comunes con las que no conectamos, muertes y heridos que dejamos de registrar. O bien, elegimos evadirnos. Debido a que el enterarnos de este tipo de noticias nos produce estrés severo, nos alejamos de ellas y preferimos escapar hacia otro tipo de programas, tal vez de entretenimiento, cultura, música o deporte, algo que nos distraiga de esta realidad que nos cuesta trabajo procesar.

Hasta que de pronto, quizás un cuerpo aparece colgado de un puente por donde pasamos nosotros o algunos de nuestros familiares o vecinos, o quizás una cabeza dentro de una bolsa es colocada en un estacionamiento público en nuestra ciudad. O nos enteramos de una
balacera en nuestra proximidad. Entonces, incluso si queremos evadirlo o evitarlo, el miedo nos cala hasta los huesos. Hablamos de ello, lo compartimos en nuestras redes, los medios naturalmente lo cubren pues es su trabajo, y sin desearlo, reproducimos en otras personas los círculos que generan estos efectos psicosociales de manera colectiva. Y así sucesivamente.

Ahora bien, no es que siempre tengamos la capacidad de concientizar todo esto que sucede, o el impacto psicosocial que se reproduce bajo estas circunstancias. Tampoco estamos equipados para evitar varios de estos efectos de contagio. Más tarda alguien en pedir que ciertas imágenes “no se compartan”, que el tiempo en el que éstas se viralizan. Otras personas, con razón, piden que no nos dejemos vencer por el miedo, pero no siempre tenemos la fortaleza que ello requiere. Otros se indignan porque una parte de la ciudadanía prefiere evadirse de las noticias de violencia, o porque pareciera que se muestra inmóvil ante ella. Pero tenemos que entender que estas vastas porciones de la población, también son víctimas: las víctimas psicológicas de la impotencia y la desesperanza.

Así es, según la Red de Educación para la Paz, el miedo a la violencia puede ser tan dañino para una colectividad como la violencia misma y, por tanto, las estrategias encaminadas a amortizar los efectos psicosociales ocasionados por esa violencia, son tan cruciales como abatirla. Hay quien diría que para lograr disminuir dicho impacto psicológico primero hay que reducir la violencia material. Sin embargo, ese es precisamente el punto. Se trata de fenómenos vinculados que ocurren en paralelo y que se alimentan mutuamente. Dejar para “después” las repercusiones psicosociales masivas que vive nuestra sociedad, es justo ignorar que construir paz incluye afrontar y atender el estrés colectivo de manera simultánea a cualquier estrategia que se siga para abatir los picos de violencia material.
(Ya en otros espacios hemos comentado algunas de las herramientas que deben incorporarse para tratar de al menos amortizar los efectos psicosociales de los que hablamos. Si es de su interés, puede revisar el capítulo 4 de nuestro libro, que el CIDE pronto publicará en español https://amzn.to/2lvaTON).

Twitter: @maurimm

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