Por fin, esta semana se acaban las campañas más largas de la historia. El próximo domingo iremos a votar —ojalá, de manera masiva— para decidir quiénes se harán cargo de dirigir la vida política de México por los siguientes años. Contendremos la respiración para saber de qué está hecho el pueblo mexicano. Si refrenda su respaldo a López Obrador y le otorga a su heredera la legitimidad para seguir concentrando todos los poderes, otorgándole la Presidencia y la mayoría calificada en el Legislativo o si, como ha sucedido ya tres veces en lo que va del siglo (en 2000, 2012 y 2018) le retira el mando para entregárselo a la candidata retadora. O, al menos, lo condiciona con un Poder Legislativo dividido.

Viviremos una semana tensa. Los partidos suelen reservarse las armas más potentes para los últimos días de las campañas, cuando los adversarios ya no tienen tiempo suficiente para controlar los daños de la difamación y los escándalos. Veremos también el trayecto final de la guerra de encuestas destinadas a prefabricar los resultados y nos enteraremos, sobre la marcha, de las dificultades que habrán de enfrentar las autoridades electorales para cumplir con su misión.

Antes de que termine la semana comenzarán a repartirse los paquetes electorales que serán resguardados en las casas de quienes fungirán como funcionarios de casilla. Ahí empieza el susto. Poco más de 170 mil hogares cuidarán, por unas horas, las más de 317 millones de boletas que, eventualmente, podrían convertirse en votos para elegir a los 20 mil 708 cargos que se distribuirán ese mismo día en toda la República. Será un despliegue gigantesco y ya, desde ese momento, estará en las manos de los ciudadanos.

El domingo estaremos alertas para saber si se instalaron todas las casillas. Somos muchos los que deseamos que los criminales no se vuelvan los protagonistas de esa mañana. Que las y los ciudadanos de Guerrero, Michoacán, Chiapas, Morelos, Guanajuato, Oaxaca, Tamaulipas, Veracruz, Quintana Roo o de cualquier otra entidad, no vean minados sus derechos políticos por la violencia que los ha venido amenazando. Tampoco querríamos saber nada de votantes acarreados, ni de carretadas de dinero en efectivo para comprar votos ni de operativos estratégicos para tratar de asegurar resultados en secciones específicas. Queremos que, hacia las doce de ese día, Guadalupe Taddei nos informe que (casi) todas las casillas fueron instaladas y que la elección está fluyendo en paz por todo el territorio nacional.

Trabajé muchos años en el otrora IFE y sé que el último momento de mayor tensión durante la jornada electoral está en el traslado nocturno de los votos hacia las oficinas donde se abrirán los paquetes para confirmar los resultados que, de manera preliminar, iremos conociendo con los conteos rápidos y el PREP. Miles de ciudadanos se moverán casi al mismo tiempo, llevando consigo la voluntad política contenida en unas cajas. Queremos que se trasladen con seguridad y —como se dice en aeropuertos y centrales de autobuses— que lleguen con bien a su destino.

Al final de la jornada, volverán a la palestra candidatos y dirigentes de partido para decirnos si de veras llegamos al final del recorrido o si, por el contrario, empezará esa noche un nuevo recorrido de acusaciones mutuas, de impugnaciones y amenazas que ya no dependerán del voto sino de los tribunales, las órdenes políticas, las movilizaciones callejeras y los poderes fácticos. Sabremos si podemos cruzar hacia una nueva etapa de armonía o si quedaremos condenados a vivir en el conflicto sin salida, hasta que la sangre llegue al rio.

No soy optimista, porque sé también que en las elecciones nadie gana tanto como espera. Nadie. Pero esa es su mayor virtud: nadie gana todo. Así que no, aún no llegamos.

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