Los tiempos de campaña agobian por su intensidad, pues el encono se vuelca por completo a la contienda y los gobiernos se convierten en una extensión de los partidos. Toda la atención y todos los recursos se disponen para ganar votos, se privilegian las posiciones de los compañeros y se bloquean las propuestas de los adversarios. En ausencia de instituciones sólidas, son los intereses personales (agrupados en las siglas partidarias) los que dirimen los asuntos públicos. Las diferencias se agigantan, se diluyen los matices, las ideas se hacen consignas y todo se hace y se interpreta en clave electoral.

Ese es el territorio que domina Andrés Manuel López Obrador y, a su vez, la lógica que domina al presidente. No hay gobierno sino campaña permanente y, en consecuencia, todas las decisiones se toman en clave de amigo/enemigo. Quien no comprende esta dinámica tampoco entiende el sentido de las decisiones que se han ido tomando. Los puestos no deben ocuparlos los servidores públicos profesionales sino los leales, los presupuestos no solo están para resolver problemas sino para incrementar la influencia de la bandería propia, los programas se diseñan para llegar al mayor número posible de electores y la narrativa del gobierno justifica todo lo anterior. En su segundo informe, el presidente no dará cuenta del estado que guarda la administración pública sino que hará otra arenga de campaña. Una más.

Se dirá que así ha sido siempre. Pero esta vez advierto dos diferencias sustantivas: la primera es la obstinada negación del presidente a abandonar el guion previamente establecido con el propósito de distribuir dinero a sus clientelas, a pesar de la pandemia. Con el genio político de siempre y la malicia añejada, Porfirio Muñoz Ledo lo ha dicho mejor que nadie: tus pobres y mis pobres. Es obvio que la gente que se ha quedado sin ingresos por el confinamiento y por la pérdida de empleos no le produce el más mínimo interés. En clave humanitaria, ese desdén es aberrante; pero el presidente está en campaña y no aprobará ni un peso, mientras no tenga la certeza de que quienes lo reciban sean sus partidarios: los allegados que aplauden sus consignas.

La segunda ya ha enseñado el cobre: no solo están mis pobres y tus pobres, sino la corrupción buena y la corrupción mala. A los propios se les exonera, se les disculpa en conferencia mañanera, se les defiende como buenos camaradas de compaña; a los adversarios se les apresa, se les inhabilita, se les estigmatiza. La diferencia no está entre las maletas y los portafolios sino en el destino del dinero. El argumento es el del presidente: no es lo mismo medrar con los recursos públicos para hacerse rico, que medrar para respaldar la conquista del poder. Tampoco el uso de los expedientes ministeriales: los que exhiben a los enemigos son parte de la pedagogía deseable, mientras que los escándalos de los amigos no demuestran más que la vileza de la oposición. Y en el extremo, hasta la justicia forma parte de la estrategia de campaña: que disponga el pueblo si los expresidentes deben juzgarse y castigarse. El Circo Romano y el emperador, sometiendo al clamor del público la vida de los gladiadores.

Esta profunda distorsión de la vida política de México, se exacerbará cuando inicie legalmente el proceso electoral. Pero respiremos: el presidente cuidará que no haya fraude.

Investigador del CIDE

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