El título de esta columna es el de una canción de León Gieco y añade: “…que la guerra no me sea indiferente/es un monstruo grande y pisa fuerte/toda la pobre inocencia de la gente”. Recupero estos versos pensando en Venezuela y en el violento desenlace que le está esperando a su gente, que nos queda tan cerca, a quienes tanto nos parecemos y que tanto queremos. Y me pregunto si somos capaces de comprender las causas de las violencias a las que se les ha sometido y si, comprendiéndolas, seremos capaces de no repetirlas estúpidamente.
¿Cuántos nos conmovemos sinceramente o conocemos siquiera las cifras de horror derivadas de los 170 conflictos armados que registra la Organización de las Naciones Unidas en el mundo de nuestros días? ¿Cuántos sabemos que esos conflictos nos colocan ya en la situación más violenta de todos los tiempos después de la Segunda Guerra Mundial? En todos está sucediendo más o menos lo mismo: un grupo de individuos que se sienten poseedores de la verdad –política, religiosa, económica—y que persuaden a muchos otros de que esa verdad no admite crítica ni contraste y exige, en cambio, anular a quienes no la comparten. Inoculada la intolerancia y el odio extendido, basta un chispazo encendido por la ambición de poder para desatar la locura.
¿Cuántas personas saben, por ejemplo, lo que está pasando en Sudán? ¿Cuántas están al tanto de la crisis humanitaria que está viviendo ese pueblo, donde se ha desplazado a una cuarta parte de su población, de 52 millones de seres humanos, por una guerra civil sin solución posible a la vista? Una crisis que se ha venido agravando por la indiferencia hegemónica de las potencias del mundo y por el silencio de los medios occidentales, que recuerda la crueldad del refrán según el cual: “si no se sabe, no duele”.
Curzio Malaparte describió cómo, en un entorno donde el odio se normaliza y la muerte se vuelve cosa común, cada quien mira por su propia sobrevivencia y se abstrae del dolor ajeno: un individuo se concentra en la herida que lastima su mano, mientras muchos otros van cayendo a su alrededor (La Piel, 1949). Guardadas las proporciones, eso mismo observó Elías Canetti entre quienes se van sumando a una masa que les arrastra y les condiciona, sin otra razón que el sentido de pertenencia y el miedo a la diferencia (Masa y poder, 1960). La experiencia nefasta del odio promovido desde el poder ha recorrido la historia mil veces, pero sigue ocurriendo como la vez primera.
Así que tomo prestado el verso de Gieco y solo le pido a Dios que ese odio no me sea contagiado, a pesar de verlo y sentirlo en los ojos y en las palabras de quienes han decidido ignorar y menospreciar nuestra historia reciente para ganarse un lugar en la que dicen estar construyendo. Le pido que el daño que están causando no me sea indiferente, pero que encuentre espacios y formas para oponerme y resistir sin echar leña al fuego, ni prestarme al capricho de sus ocurrencias huecas y de sus otros datos, que quieren justificar el encono y la voluntad de aplastar a quienes se atreven a pensar diferente o, simplemente, a pensar.
Solo le pido a Dios –sigo—que el triunfo del régimen no se mida por la destrucción de lo que ya se había edificado para contrapesar el poder, ni por la eliminación mecánica y obsesiva de la pluralidad que ellos consideran maldita, ni de la diversidad que les contradice cada vez que emplean la palabra pueblo. Que se mida, acaso, por las buenas razones que esgrimen antes de sacar las espadas: por la eliminación de la pobreza brutal que, en efecto, nos daña a todos y por la igualación constante y verídica de las condiciones económicas y sociales. Que se aplauda lo que hacen por su capacidad para erradicar las violencias y darnos paz y armonía. Que dejen de odiar.
Investigador de la Universidad de Guadalajara

