Una vez abierta la Caja de Pandora, quizás vale la pena debatir sobre la reforma electoral que sería necesaria para recuperar la pluralidad democrática del país, que hoy está atascada por el régimen autoritario de polarización. Veo en el proyecto del gobierno cuatro ideas que ya se habían discutido antes y que, en mi opinión, podrían ser recuperables (con ajustes y precisiones): (i) la representación proporcional pura para integrar las cámaras legislativas (pero por distritos); (ii) la desaparición de los órganos electorales locales; (iii) la reducción del número de consejeros electorales; y (iv) la reducción del financiamiento a los partidos políticos. Ninguna es nueva: tienen su historia.

De otro lado, veo dos ocurrencias sin pies ni cabeza: (i) la elección popular de consejeros y magistrados que es, a todas luces, un despropósito esférico y demagógico: que jueguen una cascarita los árbitros y el que meta más goles, dirige el partido de la final; o mejor: que salgan todos a la cancha y se queden los más aplaudidos por la tribuna; y (ii) la modificación caprichosa de la conformación de todos los ayuntamientos, que no sólo le pasa el camión al federalismo sino que ignora la historia de ese nivel de gobierno y carece de la más elemental sensibilidad ante la diversidad nacional: como si todo el país fuera idéntico al que se imaginan los autores de esa barbaridad.

Y veo, por último, una oportunidad para discutir otras propuestas que la iniciativa no incluye —quizás porque no le convendrían al gobierno— pero que podrían fortalecer el sistema electoral del país: (i) la prohibición absoluta de aportaciones privadas a los partidos, vengan de donde vengan (para conjurar el riesgo inminente del crimen organizado); (ii) la prohibición absoluta de cualquier forma de apoyo o colaboración de gobiernos y servidores públicos a partidos y candidatos, incluyendo cualquier expresión de propaganda política durante las campañas electorales; (iii) la garantía de un financiamiento fijo al INE, calculado sobre la base de la lista nominal de electores y del número de elecciones o consultas a realizar; (iv) la eliminación definitiva de las precampañas —esa artimaña que inventaron las oligarquías políticas para extender mañosamente su presencia en medios—; (v) la posibilidad de reelegir consejeras y consejeros, para aprovechar su experiencia y añadir incentivos a su imparcialidad; y (vi) facilitar el registro de nuevos partidos, para que puedan participar desde el periodo de campañas electorales (nunca antes) y eventualmente confirmar su permanencia, con votos.

Ahora no podré desarrollar esos puntos, pero sí añadir un par de argumentos para subrayar su importancia: los listados en el primer párrafo, por ejemplo, se han discutido una y otra vez en cada una de las muchas reformas electorales que ha vivido el país desde los años noventa. La representación proporcional pura, organizada por distritos electorales, es una vieja demanda de la izquierda democrática y podría ser —algún día— la antesala de una mudanza mayor, capaz de romper para siempre el presidencialismo agobiante que seguimos padeciendo.

De otra parte, si algo se criticó a la reforma del año 2014, fue la coexistencia de órganos electorales locales y federales: un capricho derivado de la presión que hicieron varios gobernadores; el dinero otorgado a los partidos políticos, como sabemos, ha sido un tema recurrente desde 1996, cuando el PRI incrementó la bolsa de financiamiento para poder sufragar a la burocracia que lo sostenía en todo el país; y, ya desde el 2003, se habló con insistencia de reducir el número de consejeros electorales.

Así que no hay nada nuevo que realmente valga la pena. Pero hay que discutir todo: a ver de qué lado masca la iguana.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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