Al listado de desafíos que amenazan las elecciones del 2024 se ha añadido el conflicto interno entre las y los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Como niños de secundaria haciendo travesuras, la magistrada Mónica Soto y sus colegas Felipe de la Mata y Felipe Fuentes decidieron desairar el informe del presidente de la Sala Superior a la que pertenecen, mientras publicaban una fotografía del desayuno en el que conspiraban contra Reyes Rodríguez como anticipo de la celada que le tendieron al día siguiente. Al informe solo asistió Janine Otálora quien, a su vez, ya había sido víctima de una rebelión similar.

Aparentemente, están inconformes por la respuesta que les ha dado el todavía presidente del Tribunal a sus peticiones administrativas. Así que, en el mejor de los casos, decidieron montar un berrinche porque consideraron que ese órgano jurisdiccional les pertenecía y nada debía serles negado y, en el peor, están preparando el terreno para adueñarse de las decisiones fundamentales del Tribunal en las vísperas de las elecciones que pondrán al país en el filo de la navaja. En cualquiera de esas versiones, se trata de una conducta reprobable para quienes integran la máxima instancia arbitral de los comicios en curso. ¿Cómo podremos confiar en la sensatez y el rigor de quienes dirán la última palabra sobre la distribución del poder, si ellos mismos acuden a estas formas políticas para arrebatarse el botín?

La primera condición que debe cumplir quien accede a un cargo de alta responsabilidad pública, es creérsela: tomarse en serio el papel que le corresponde jugar y honrarlo en todos planos: respetar el cargo. Quien acepta encarnar un espacio de autoridad a nombre de los demás, está obligado a hacerlo por encima de sus pasiones o sus ambiciones privadas; y con mayor razón aún, quien ha de juzgar la conducta de otros y determinar, con sus decisiones, el posible destino de los poderes públicos. Afirmar la estabilidad interna del Tribunal Electoral no puede ser una cuestión de amistades y simpatías (o antipatías) mutuas, sino una responsabilidad que rebasa con creces a las personas que lo conforman.

Cualquier sospecha de sesgo político o de corrupción en el seno de ese órgano pondría en riesgo la credibilidad de los resultados electorales que, ya de suyo, están comprometidos por la conducta desleal de nuestra clase política y su doble lectura sobre las normas vigentes. Me resulta increíble suponer que la y los magistrados rebeldes no estén conscientes de que la sola afirmación de la ley no alcanza para imprimir orden y otorgar certeza a los procesos electorales: ante el conflicto anunciado para el próximo mes de junio —que podría estallar antes—, necesitamos dosis mucho mayores de autoridad moral y criterio político y no grillas entre muchachos rijosos.

De otra parte, esta imprudente disputa podría abrir la puerta para enredar aún más los dos nombramientos pendientes en la Sala Superior y, de paso, dar al traste con la certeza, la imparcialidad, la independencia y la objetividad que debe irradiar ese órgano. Si el Poder Judicial ya está bajo fuego, esta reyerta no hace más que añadir leña a la hoguera pues, tras los desencuentros entre cinco y las estrategias de tres, ya están brotando las interpretaciones y los reclamos a modo entre los grupos interesados en desafiar los resultados electorales.

Desde cualquier punto de vista, la y los magistrados que encabezan esta revuelta no solo se están disparando en los pies y boicoteando su propia labor sino que están siendo ciegos ante las posibles consecuencias postreras de su conducta. Ignoro si ya es demasiado tarde para llamar a la cordura a ese colegiado. Pero cada día nos cuesta más trabajo creer lo que estamos viviendo.

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