La propuesta de Claudia Sheinbaum para combatir la corrupción (elaborada con el auxilio de Javier Corral) tiene, al menos, dos virtudes y dos defectos. Si gana, tendría que darse el tiempo para perfeccionar esa estrategia que, obviamente, fue pensada con apremio y en clave de campaña. Aplaudo, con sinceridad, que la candidata de Morena haya reconocido sin ambages ni retruécanos que la corrupción sigue vigente y que no hemos logrado extirparla de las venas del sistema político mexicano. Ella no sacó el pañuelo blanco.

Escribo esto antes del debate que ocurrió anoche y confío en que no haya insistido en la tesis según la cual los partidarios de la 4T son, todos, unos angelitos de la caridad, mientras que sus adversarios son siempre conservadores y corruptos. Distinguir entre buenos y malos según su afiliación política ha sido uno de los peores errores cometidos por el presidente y será, seguramente, el que mayores costos le traerá cuando deje el Poder Ejecutivo. Si Peña Nieto creía que era cultural, López Obrador ha visto a la corrupción como asunto ideológico y político: ellos sí, nosotros no, porque no somos iguales.

Por fortuna, su posible sucesora entiende que la corrupción no es cuestión de iglesias y de credos, sino de sistemas, controles y sanciones y que, en ese sentido, lo más relevante no es echar culpas según convenga, sino clausurar las oportunidades que tienen los corruptos para adueñarse de lo público. Por eso creo que su propuesta acierta al subrayar la importancia del servicio profesional de carrera para reclutar por mérito y trayectoria a quienes formarán parte del gobierno y al proponer un nuevo procedimiento de contrataciones públicas, con un límite indiscutible para las adjudicaciones directas. He ahí dos de las causas principales de la corrupción: la apropiación de puestos y de presupuestos, para propósitos políticos o financieros abusivos. Eso sí cambiaría las prácticas tradicionales, que se exacerbaron durante este sexenio.

Modificar los fines de la Secretaría de la Función Pública para quitarle el tufo de policía interior que ha arrastrado por años y convertirla en la generadora de sistemas de vigilancia y prevención, abierta al escrutinio público, es otro acierto de esa propuesta. Si algo ha hecho falta a la administración pública de México es dejar de creer que la corrupción se combate amenazando a los burócratas en cada paso y en cada decisión que toman, en vez de garantizar el derecho a una buena administración pública, con procesos simples, confiables, abiertos y eficaces. Aquella Secretaría debe actuar ex ante, para conjurar riesgos y asegurar que las tareas se cumplan y no ex post, cuando el niño ya se ahogó y hay que tapar el pozo.

Lamento, en contrapartida, que la candidata de Morena y sus aliados no se haya pronunciado inequívocamente por la consolidación —revisada y corregida, si se quiere— del Sistema Nacional Anticorrupción que el gobierno de López Obrador ha desdeñado y boicoteado a lo largo del sexenio. La candidata propuso, con razón, reformar el sistema de sanciones administrativas y penales que hoy está trabado en formalismos, pero acto seguido ofreció crear una agencia federal anticorrupción que asumiría todas esas responsabilidades, bajo el mando de la presidencia. Es decir, propuso ignorar la Constitución para crear otro órgano sin contrapesos que, en el mejor de los casos, acusaría a burócratas ineficientes y, en el peor, serviría para mantener a raya a los desobedientes. Mala decisión, pues ese andamiaje ya existe, pero ha sido bloqueado por el presidente.

Por lo demás, es una lástima que no se haya atrevido a romper una lanza por el Inai, con tal de no incordiar al líder. El Inai puede reformarse, pero no ignorarse. Si gana, deberá rectificar.

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