Creer que los estados nacionales resisten cualquier cosa y prevalecen a pesar de todo es un error. La lista de los que han dejado de existir durante los dos últimos siglos es más larga que la de los 193 que hoy integran a la ONU, porque los países no son piedras ni espíritus divinos sino entidades vivas: están hechos de carne y hueso y nacen, crecen, evolucionan, se consolidan o fracasan por la voluntad de las personas que los encarnan.

México no es una excepción. También es una creación histórica: no existió siempre y a lo largo de doscientos años ha cambiado de tamaño, de régimen y de fronteras varias veces y también —si no lograra resolver los problemas que lo abruman-- podría morir. Los estados sobreviven cuando afirman y confirman una identidad común entre las personas que lo conforman; como lo escribió Ernest Renan con lucidez: una nación es un plebiscito de todos los días. Se consolidan cuando logran derrotar a quienes buscan someter su soberanía a voluntades ajenas o al dominio de unos cuantos; y prosperan cuando logran establecer un proyecto de vida en común, viable y aceptable. Cito ahora a Fernando Savater, para recordar que la política es el conjunto de razones que esgrimen las personas para obedecer o para rebelarse.

Los estados tampoco son solamente sus gobiernos. Confundir a quienes gestionan los asuntos públicos con el conjunto de la nación y con el resto de las instituciones que la representan es otro error frecuente, que se agrava al suponer que por ser legítimos y contar con el aval circunstancial de una determinada mayoría, los gobiernos nunca se equivocan y, en consecuencia, no están obligados a rectificar. Todo eso es mentira: ningún gobierno es infalible. Ninguno. El acierto de sus decisiones no está en función del número de personas que las respaldan, sino de sus consecuencias para la calidad de vida de las naciones. Al estudiar los efectos devastadores de esa confusión a través de varios casos emblemáticos de la historia universal, Barbara Tuchman calificó ese desacierto como “la marcha de la locura”.

A medida que van acumulando y aun profundizando sus errores, los estados también suelen ir perdiendo fuerza para enfrentar a quienes amenazan su sobrevivencia y, de hecho, pueden ser vencidos. Así nacieron todos, sin excepción: como la expresión política de luchas previas, en las que algunos resultaron vencedores y otros derrotados. La fuerza de un Estado se mide: i) por su capacidad para imponer el monopolio legítimo de la coacción física sobre todas las personas y sobre todo el territorio; ii) por su capacidad de respuesta —fiscal, administrativa y política— para resolver los problemas reales que afectan la vida cotidiana de sus habitantes, y iii) por su capacidad para hacer valer las leyes que regulan las relaciones, las transacciones y la convivencia pacífica entre las personas.

Lo que permite predecir la vigencia futura de un régimen político no es solamente la popularidad de un gobernante, porque el Estado no es un concurso de belleza ni un espectáculo montado con fuegos artificiales, sino la coherencia entre normas, valores y estructuras de autoridad con capacidades suficientes para cumplir lo que se espera de las instituciones y garantizar los derechos de todas las personas. Por supuesto que los recursos simbólicos e intangibles, basados en la aceptación y el respaldo de la sociedad son importantes. Pero no son los únicos ni, tampoco, son los principales.

Me duele escribir esto, pero si nuestro país —no solo su gobierno, no solo sus partidos, sino la sociedad en su conjunto— no consigue restaurar las capacidades a las que me referí antes y que hoy están dañadas desde los cimientos, México podría dejar de existir como hoy lo conocemos.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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