El presidente había generado una amplia expectativa en torno al informe de ayer, pero no pasó nada: repitió los mismos lugares comunes que ha venido diciendo desde un principio, aderezados acaso por un improbable elogio al presidente estadunidense Franklin D. Roosevelt, anticlimático por venir del jefe del Estado mexicano y porque el New Deal promovió lo contrario de lo que hoy está haciendo el presidente de México. A diferencia de aquellas decisiones audaces de Roosevelt después de la Gran Depresión, la receta del mexicano es darnos más de lo mismo.

López Obrador está convencido de que la crisis será pasajera; de que el país volverá a la normalidad en plazo muy breve y de que muy pronto saldremos a abrazarnos, felices, como si todo hubiese sido un mal sueño. Por eso no encuentra ninguna razón sustantiva para modificar la ruta de “lo que hemos enarbolado desde hace años” y que, en efecto, se encuentra fraseado con las mismas palabras en todas sus intervenciones y hasta escritas de modo idéntico, en varios momentos, en su libro: Hacia una nueva economía moral.

El plan para lidiar con la recesión económica, con la devaluación del peso y con la caída de los ingresos de México es seguir haciendo lo mismo: como si ninguna de esas circunstancias sobrevinientes hubiese modificado el horizonte económico y social del país. Si algo debe saberse, acaso, es que se contratarán más médicos, se abrirán nuevos hospitales y se comprará más equipo para tratar de curar a quienes enfermen por el Coronavirus. Pero no se moverán los gastos destinados a las grandes obras de infraestructura que le producen una gran alegría: el tren Maya, la refinería de Tabasco, el aeropuerto de Santa Lucía, las inversiones en los puertos de Salina Cruz y de Coatzacoalcos o el ferrocarril del Istmo. Tampoco renunciará a los programas sociales que concibió personalmente y que ha logrado plasmar en el texto constitucional: las pensiones para los adultos mayores, para las personas discapacitadas de bajos ingresos y las becas para los estudiantes y los aprendices.

Para sufragar esos programas, está convencido de que no es necesario aumentar los impuestos, ni contratar deuda, ni incrementar el déficit público. Cree con sinceridad que bastará con ajustar el cinturón del gobierno, recortar más gastos que él considera superfluos, eliminar los fideicomisos públicos que carecen de estructura formal, reducir más los sueldos de los funcionarios y cancelar el aguinaldo de la burocracia. El presidente López Obrador está orgulloso de la austeridad que promueve y está persuadido de su importancia para sortear la peor amenaza económica que haya vivido el país desde los años de la ya comentada Gran Depresión.

Sin embargo, más de treinta millones de personas cuyo ingreso depende de lo que van ganando día a día, despertarán hoy sin saber exactamente a qué podrán atenerse, ni cómo podrán tener algo de liquidez para comprar la comida; poco más de un millón de empresarios que sostienen la mayor parte del empleo formal del país, estarán obligados a mantener los salarios que pagan, sin más respaldo que la vaga promesa de un pequeño crédito de la banca de desarrollo; y cientos de miles de empleados del gobierno se habrán enterado de que, una vez más, verán reducidos sus salarios y sus prestaciones. Y todo eso sucederá a cambio de lo que el presidente considera su gran gesta heroica: la derrota del programa neoliberal. ¿Pero no hay nadie que le explique que cobrar menos impuestos, reducir el Estado, exacerbar la austeridad del gobierno y negarse a aumentar el déficit es exactamente la receta del modelo neoliberal?

El discurso de ayer no sólo es insensible e incomprensible, también es inaceptable. Repito, decepcionado: hace tiempo que perdimos al principal líder de oposición y seguimos sin tener un jefe de Estado.


Investigador del CIDE

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