Los dos movimientos sociales más importantes que ha vivido México en lo que va del nuevo siglo aún no se hablan ni se entienden mutuamente; sin embargo, tengo para mí que la rebelión electoral del 2018 y la revolución de las mujeres de 2020 tienen muchas más afinidades que contradicciones. La revuelta que llevó a la Presidencia a Andrés Manuel López Obrador y la revolución femenina que ayer mostró su fuerza y que hoy vivirá la ratificación de ese respaldo, han modificado la conciencia política y social de México y muy poco (o casi nada) de lo que está pasando ahora se entendería sin la impronta de esos movimientos. Sería absurdo que se neutralizaran, pues ambos hunden sus raíces en las mismas tierras.

Los dos nacieron del hartazgo: el primero, en contra de los abusos cometidos por el régimen de partidos que gobernó el país durante los primeros años de este siglo y cuya corrupción quebró impunemente las promesas formuladas por la democracia. Nunca sabremos a ciencia cierta cuántos votos obtuvo Andrés Manuel López Obrador como expresión de ese rechazo al sistema de botín y cuántos ganó por cuenta propia. Pero sí sabemos que el mandato emanado de la rebelión electoral de julio del 2018 fue romper con el régimen establecido. El hartazgo que expresa la revolución femenina del 2020 es más profundo, pero nace de las mismas fuentes: quiere romper con el sistema patriarcal vigente y con sus múltiples ramificaciones familiares, sociales, laborales y políticas.

Los dos movimientos se identifican por la negación. Uno expresó desde las urnas un Ya Basta a los despropósitos de la clase política que traicionó el programa democrático construido durante el último tercio del siglo XX. Los Juniors de la transición —como los he llamado en otros textos— hicieron lo que les vino en gana y desoyeron a la mayoría que, en 2018, no sólo los rechazó como opción electoral sino como sistema. Ese año, repito, no hubo una elección sino una rebelión.

En 2020, las mujeres han decidido marcar un Nunca Más a las violencias y las desigualdades que padecen, han salido a las calles para derrotar todos los obstáculos y han invadido las conciencias; es decir, han emprendido una revolución. Si la rebelión electoral se enderezó contra el sistema de partidos y sus formas de gobierno, la revolución de las mujeres se levanta ahora en contra de nuestro mundo de vida afincado en el machismo y, en consecuencia, va mucho más lejos: a las causas de las violencias y de las muchas discriminaciones que dividen y destruyen a la sociedad. Las mujeres han probado con creces —como lo escribió Hannah Arendt durante la Segunda Guerra en busca de las huellas del mal radical que la agobiaba— que “la discriminación es el instrumento letal con que matar sin derramar sangre” (Tiempos presentes, Gedisa).

En el célebre debate entre Amartya Sen y John Rawls sobre La Idea de la Justicia (Taurus), el primero afirma, con razón, que es mucho más fácil identificar una injusticia que ofrecer una definición exacta de lo justo. Por eso los grandes movimientos sociales nacen de la negación, rechazando las conductas que hieren a la sociedad; y por eso es también difícil construir afirmaciones compartidas y programas de acción comunes.

Pero en este momento y dadas estas circunstancias, no veo razón alguna para que los dos movimientos nacidos en este nuevo siglo no se encuentren ni se refuercen mutuamente en sus agravios principales: ninguno quiere volver al pasado de desigualdad, discriminación, exclusión y violencia alimentada desde el corazón del régimen. A menos, claro, que el celo partidario y la ambición política acaben derrotando las razones y las emociones que dieron origen a esta venturosa revolución pues, como bien advertía Felipe González tras la derrota electoral de su partido: también se muere de éxito.


Investigador del CIDE

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