El maltrato excesivo que recibió al consejero presidente del INE por parte de los diputados de Morena y del PT durante su comparecencia del viernes reveló, con crudeza, el destino que le espera a esa institución emblemática del país. Ninguno de los argumentos esgrimidos por el titular de esa casa fue siquiera escuchado, porque las y los legisladores de esos partidos ya tenían un guion orquestado para dejar clara la estrategia que han elegido para hacerse del control de los procesos electorales, con lujo de violencia verbal, política y, en algún momento de esa comparecencia, hasta física.

De entrada, ya es evidente que el presupuesto solicitado por el INE para afrontar las consultas y las elecciones que vendrán en 2022 será rechazado. De manera abiertamente contradictoria, Morena y el PT exigen la mayor pulcritud en la organización de las elecciones siguientes —con especial énfasis en el referéndum que están impulsando para ratificar el mandato del presidente López Obrador— y, a la vez, se han propuesto escatimar los recursos indispensables para llevarlas a cabo. La tesis es exigir todo del INE sin otorgarle los medios para cumplir su mandato porque —como ya dijo el señor presidente— sale muy caro. También quedó claro que buscarán una reforma electoral que tenga, como uno de sus propósitos, descabezar al INE porque sus integrantes resultan antipáticos e incómodos al partido oficial.

Desde la última década del siglo pasado y hasta la fecha, todas las mudanzas a la legislación que regula las elecciones en México habían respondido a la exigencia de las oposiciones, incluyendo la que representó en su momento el entonces presidente del PRD Andrés Manuel López Obrador, para afirmar la pluralidad política del país y garantizar la equidad de la competencia. Quienes demandaban los cambios eran los partidos que perdían los comicios y alegaban —casi siempre con toda razón— que los gobiernos sacaran las manos de los procesos electorales. Esta vez la impronta es la inversa: el partido que ha ganado dos veces consecutivas quiere dominar las instituciones electorales. No es una conjetura: lo han dicho con todas sus letras.

Alguno de los legisladores que utilizó la tribuna el viernes pasado sugirió que había que regresar al antiguo IFE, porque en su opinión el INE había fracasado. Pero no aclaró a cuál: si al que fue autónomo del gobierno a partir de 1996 o al de 1990 que era dirigido por el partido oficial. Escuchando lo que se ha dicho desde las conferencias mañaneras del señor presidente, quizás equivocó la denominación y se refería más bien a la extinta Comisión Federal Electoral que, en su momento, presidió Manuel Bartlett como secretario de Gobernación. En esa época el gobierno controlaba el padrón electoral —como quiere hacerlo el actual—, determinaba la ubicación y la integración de las mesas de casilla —como se ha dicho que puede hacerse otra vez, para abaratar costos— y, por supuesto, contaba los votos —como sucedería si se elimina o se desvanece el papel otorgado a los organismos autónomos.

No me sorprende que, en ese entorno enconado y furioso, haya pasado prácticamente inadvertido el vigésimo quinto aniversario de la creación de aquel IFE de 1996 presidido por José Woldenberg. Para el gobierno del presidente López Obrador esos 25 años sólo constituyen un episodio más de la noche neoliberal que debe ser eliminada de la memoria histórica del país, junto con todas las demás referencias que estorban al proyecto de transformación política y moral que él encarna. Y a estas alturas, es inútil recordar que él mismo formó parte y fue beneficiario directo de ese proyecto institucional que hoy está bajo asedio. Ignoro si el INE resistirá esta embestida, pero no hay duda de la voracidad que la anima.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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