Tras revisar una larga lista de experimentos de psicología social, Cass R. Sunstein concluye que, cuando un grupo de personas más o menos identificadas entre sí, difiere con otro grupo en alguna cuestión que considera relevante, el debate entre ambos no llevará al acuerdo sino a polarizar sus diferencias. El autor aporta evidencia suficiente para discutir que una opinión más o menos matizada se correrá al extremo al escuchar otras que vengan de personas vociferantes afines a ella, o podrá participar de una “cascada” de opiniones duras e intransigentes, aunque ignore casi todo sobre el tema (La conformidad, 2021).
La tesis que ha venido defendiendo Sunstein desde el principio de este siglo es que solo un puñado de personas tiene opiniones definitivas, acaso, sobre algunos temas, mientras que la gran mayoría suele moverse con el viento de las conversaciones y dejarse llevar por la necesidad de formar parte de algún grupo (amigos, socios, colegas, compañeros, familia) sin oponer demasiada resistencia. Muy pocos se dejan la piel con tal de defender sus convicciones o de huir de una contradicción. Las grandes corrientes de opinión son aire en movimiento y aun los temas más delicados de la vida en común pueden cambiar de orientación conforme avanza el día.
Quienes han estudiado estas cuestiones desde que emergieron los medios masivos de comunicación al correr del Siglo XX, entendieron que para afirmar una corriente de opinión no bastaba hacerse escuchar, sino que había que hacerlo de manera contundente, directa y firme, dejando de lado los matices que estorban a la sencillez y la nitidez de los mensajes. A esa fórmula debe añadirse la autoridad moral o política del emisor. Pero la clave indispensable es la identidad y la empatía del receptor, que escuchará con atención si lo que se dice corresponde con lo que ya cree y, más aún, si el mensaje lo distingue y lo singulariza.
Los clásicos de estos temas ya sabían lo que hoy confirma Sunstein: que importa mucho más la emoción de ser parte de algo que la verdad verificable, pero solitaria. Con toda razón, Goebbels aconsejaba que, si había que mentir, era mejor inventar grandes mentiras imposibles de contradecir en tiempo presente, pues la gente está dispuesta a conformarse con lo que se dice y con lo que otros creen. Eso mismo observó Hannah Arendt para explicar el origen del totalitarismo: para vender futuro, es indispensable decir mentiras. Un poco más tarde, autores como Marshall McLuhan observaron que el medio –el origen del mensaje, su forma y su “envoltura”—pesaban más que su contenido, mientras que Harold Lasswell inició una disciplina –las políticas públicas—discutiendo cómo seleccionar temas dignos de atención por los gobiernos, en medio del ruido de los medios y de la inevitable polarización de las agendas públicas.
Nuestra tecnología de comunicación actual no ha cambiado nada fundamental de ese trayecto. Por el contrario, lo ha profundizado: los algoritmos nos encapsulan en nuestros grupos, nuestros valores y nuestras creencias y añaden leña al fuego de las diferencias. La “batalla por la atención”, como le ha llamado Mario Campos con exactitud (Aguilar, 2024), conforma una telaraña de la que nadie escapa y que, en vez de acercarnos y armonizarnos, nos separa y nos excita. La mayor paradoja de nuestro época es que mientras más tiempo dedicamos a las redes sociales, más aislados nos quedamos.
Así que no: en 2026 no habrá tregua, ni descanso ni compasión. Sería un buen deseo: que haya más amor y menos odio. Pero la verdad es que no existe ni el más mínimo indicio para decir que la polarización que nos está partiendo y enconando cada vez más se acabará. Todo lo opuesto: a la necia siembra de los vientos seguirá la cosecha de las tempestades.

