Estamos viviendo tiempos muy nublados. Nadie había imaginado que el nuevo siglo irrumpiría montado en un caballo del apocalipsis. Nos habíamos prometido lo contrario: un siglo en el que la comunicación global y la evolución de la tecnología nos permitiría cumplir los objetivos de desarrollo sostenible, soñando con un año 2030 mucho más igualitario, más justo, más limpio, más pacífico. Un mundo sin guerras, sin hambre, sin ignorancia, sin discriminación, sin desigualdad, sin violencia. Uno en el que todos los excesos, los abusos y los despropósitos del siglo XX quedarían definitivamente eliminados.

Sin embargo, estamos asimilando la fuerza de la comunicación global por el Coronavirus: nunca habíamos estado tan cerca como ahora, ni más informados de lo que sucede en cada rincón del mundo, ni más conscientes de nuestra vulnerabilidad común. China ya no queda lejos, pues nos anuncia su presencia con el virus que nos amenaza a todos; Europa está a la vuelta de la esquina; los Estados Unidos vuelven a quedarnos demasiado cerca y todos vamos devorando los mensajes que nos envían de todas partes. Nunca fue más cierto que el mundo es un pañuelo: el que hoy cubre nuestras bocas para evitar nuevos contagios.

No es que hayamos renunciado a los ideales ni que hayamos roto las promesas formuladas. Confío en que no haya nada de eso. Sin embargo, estamos reconociendo nuestros límites de una forma completamente inesperada: ya habíamos entendido —aun a duras penas— el peligro que entraña la destrucción sistemática del medio ambiente y la amenaza que eso significa para el presente de la humanidad. Pero no habíamos imaginado que la mutación viral sería mucho más potente que nuestra capacidad para enfrentarla, hasta el punto de poner en jaque a todo el globo. El contagio ha revelado nuestra cercanía, pero también ha mostrado nuestras debilidades: ¿De qué servirán ahora los misiles y las armas acumuladas durante décadas por los países más violentos?

La crisis que está viviendo el mundo nos revela que el sistema económico mundial tampoco está preparado para derrotar a este enemigo compartido. De hecho, los contagios son más peligrosos porque la economía de la salud no está diseñada para cuidar a todos y en consecuencia puede desbordarse en cualquier momento: no se teme tanto al Covid-19 cuanto a la presión masiva sobre el sistema de salud. Y por otra parte, el egoísmo inexorable del sistema financiero puede acarrear muchas más tragedias por la caída de la producción, de las inversiones y de las expectativas de negocio. La desesperación fiscal y financiera que ya asoma tras la enfermedad masiva no sólo nos anuncia otra faceta de este mismo drama sino que nos confirma que nadie estará completamente a salvo. Nunca fue más evidente la debilidad de los gobiernos ni más cierto lo que advertía Daniel Bell: los Estados son demasiado chicos para afrontar los grandes problemas de la humanidad y demasiado grandes para resolver los problemas de cada individuo.

Cuando esta pesadilla haya terminado (porque de todos modos habrá de terminar), nada en el mundo será igual. Y por supuesto, tampoco en México. De buena fe, quizás hayamos aprendido a ser más solidarios, menos arrogantes y más sensatos para impedir que otras tragedias nos arrollen, para escuchar más a los expertos y para dejar atrás la candidez que todavía nos hace creer que todos los problemas, de cualquier naturaleza, se pueden remontar por la pura voluntad política de los dueños del poder. Será una lección brutal, pero quizás le ayude al mundo observar la debilidad de nuestros gobernantes ante la potencia destructiva y metafórica de un bicho microscópico. Pero las virtudes de esa lección vendrán después, cuando despertemos a una nueva realidad cuyos efectos durarán por décadas. Y sabemos que no hay nada más difícil que cobrar conciencia.

Investigador del CIDE

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