Que no hayan sido invitados a la ceremonia ritual del Grito de Independencia no es solo una descortesía sino un rasgo inequívoco del gobierno de un solo hombre. El presidente no es el dueño del Estado, sino su primer mandatario: el primero que debe obedecer los mandatos que le otorga su investidura. Convertido en el prócer de su propia causa, ha perdido todas las formas, como si la presidencia le perteneciera.

Excluir a los poderes Legislativo y Judicial de esas ceremonias bajo el argumento de que el segundo no merece respeto, revela con claridad la voluntad de concentrar todos los poderes en un mando único. Es inútil seguir disfrazando esa vocación unitaria bajo un montón de palabras que se niegan en los hechos a cada paso. La entrega del supuesto bastón de mando a quien ha designado como su sucesora fue un signo revelador por sí mismo. Y ahora sigue este: el desdén y la majadería personal hacia otros funcionarios legítimos, cuya autoridad se ha propuesto desconocer.

Vale la pena recordar los acontecimientos recientes, para anticipar las conductas autoritarias que podrían venir enseguida. El presidente quiso controlar a la Corte a través de su presidente de turno. Lo logró parcialmente, mientras el ministro Zaldívar Lelo de Larrea fue el titular de esa institución del Estado y luego intentó dominarla por dentro, imponiendo como sucesora a la ministra Yasmín Esquivel, quien ha sido invariablemente leal a las posiciones del Ejecutivo. Pero no tuvo éxito. Tras el escándalo generado por la muy cuestionada autoría de la tesis de licenciatura de la candidata del presidente, los ministros optaron por Norma Piña, quien asumió el cargo con autonomía y distancia republicana. Y a partir de ese momento, se inició una ofensiva frontal en contra del Poder Judicial, que no ha cesado un segundo y que el propio presidente reveló con desparpajo en una de sus conferencias de prensa.

El Ejecutivo se ha burlado de las decisiones tomadas por la Suprema Corte una y otra vez. Con chicanadas jurídicas, ha desacatado el cumplimiento de sus sentencias en materia de transparencia y ha pasado por encima de las decisiones judiciales en defensa de sus proyectos personales. Ha formulado acusaciones gravísimas sobre la conducta de las y los ministros, acusándolos incluso de ser delincuentes de cuello blanco y ha promovido una campaña de desprestigio sin tregua, acompañada de varios episodios violentos en la sede del Poder Judicial. La lógica política de esa conducta es nítida: mientras obedecieron fueron más o menos tolerados; al desobedecer, han sido atacados sin matices.

Algo similar sucedió con el INE: Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, quienes se mantuvieron independientes del Ejecutivo en todas sus decisiones, fueron (y siguen siendo) blanco de una ofensiva política implacable orquestada desde la presidencia de la República. Al salir de sus cargos, el presidente midió la menguada autonomía política de las nuevas autoridades electorales y, acto seguido, les pasó el camión por encima: su partido inició campañas anticipadas y se burló de las normas que prohíben casi todo lo que se hizo a la vista de todo el país. Por si eso no bastara, ahora ha decidido emplear la mayoría que lo respalda en la Cámara de Diputados para minar el presupuesto de ambas instituciones, con saña especial sobre el Poder Judicial.

Basta sumar dos más dos para saber que el presidente hará todo lo que estime necesario para hacerse de la mayoría absoluta en el 2024, sin ningún respeto por la legalidad. Ya lo ha venido haciendo y nada augura que modificará su conducta. Los poderes no fueron invitados a los festejos patrios, porque el presidente quiere borrarlos hasta de los balcones de su Palacio, para evitar que quieran porfiar en eso de que la ley es la ley.

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