Todas las encuestas confirman que el presidente López Obrador cuenta con un amplísimo respaldo popular. Las proyecciones que conozco anticipan también que, al concluir su periodo de gobierno, esa popularidad podría decaer marginalmente, pero sin perder la simpatía y la solidaridad mayoritarias. Todos los cálculos políticos, financieros, mediáticos e institucionales que hoy están en curso comparten esos datos: que el presidente López Obrador mantendrá altos niveles de aceptación social hasta el último aliento del sexenio.

En contraposición, se dice que la economía del país está en riesgo y que podría afrontar una crisis de financiamiento antes de que concluya el siguiente año; que la seguridad pública está atravesando por uno de los peores momentos de la historia mexicana; que a las amenazas de violencia, se está sumando la crisis humanitaria de la migración masiva; que el gobierno de los Estados Unidos podría explorar una intervención bélica en contra de los cárteles criminales mexicanos; que la producción agrícola está a la baja y la pobreza rural no ha logrado mitigarse; que hay grupos sociales especialmente vulnerados en el sureste del país —por la falta de cosechas, por el crimen organizado y por la migración— que no descartarían una revuelta armada; e, incluso, que el EZLN podría volver a ser protagonista principal de nuestra escena pública durante el último año de gobierno.

A lo largo de la historia hemos constatado que el respaldo público suele ser huidizo. Tiende a acrecentarse ante la imagen del poder y de la fe —herencia colonial inscrita en nuestra cultura parroquial, que se mantiene casi intacta—, pero declina abruptamente cuando el halo de superioridad que protege a los gobernantes pierde fuerza o cuando algún episodio inesperado contradice la visión idílica que se va forjando en torno de los líderes. Me pregunto si no estamos perdiendo de vista esa posibilidad: que la irrupción de un hecho singular —como un nuevo alzamiento del EZLN, o un nuevo ataque concertado de los cárteles contra la población civil, o un escándalo de corrupción en la familia de López Obrador o entre las fuerzas armadas, solo por mencionar algunos ejemplos posibles— no podría minar la popularidad del presidente.

Es bien sabido que en los cargos públicos —en cualquiera de ellos— no es tan difícil llegar bien, cuanto salir bien. Los alpinistas dicen que el mayor riesgo de morir no está en el ascenso a la cúspide de la montaña, sino en el descenso al valle. Y en la esfera política, solo un puñado de estadistas ha logrado dormir tranquilos tras abandonar los mandos. Ni siquiera Churchill, el héroe indiscutido de la Segunda Guerra, logró el refrendo de los suyos cuando volvió la calma a su país. Y en México, solo el general Lázaro Cárdenas encarnó esa hazaña, entre otras razones, porque también fue el único que supo hacer cuando podía y dejar hacer, cuando ya no podía.

Para muchos, es inverosímil el respaldo que sigue protegiendo al presidente, a contrapelo de los defectos evidentes y de los magros resultados del gobierno. Quienes lo defienden, siguen repitiendo los argumentos ya manidos, según los cuales los culpables de nuestra situación son los adversarios de López Obrador. Pero nadie sensato (escribo la palabra sensato a conciencia) puede decir que el de López Obrador ha sido un gobierno capaz de erradicar la pobreza, la corrupción o la violencia o que ha logrado lo que ofreció. Lo que ha sostenido la popularidad presidencial es la fuerza y la genialidad de su comunicación política y poco más.

¿Qué pasaría si ese respaldo se viniera abajo repentinamente? Dudo que suceda (parece imposible), pero veo que ese escenario ha estado ausente de todos los análisis y sé de cierto que la fama pública es una veleta.

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