Imaginen que un personaje público del país decide fabricar huipiles para promover a los pueblos originarios; imaginen que les pone su marca, por ejemplo, GFN; imaginen que entrega sus diseños a una potente empresa española para producirlos masivamente: Zara, por ejemplo; y decide promover esos productos desde la tribuna del Senado de la República. E imaginen, por último, que el personaje en cuestión gana mucho dinero con ese negocio. ¿Consideraría usted que esa conducta configura un hecho de corrupción?

Pues bien, el presidente López Obrador escribió varios libros, los puso en manos de editorial Planeta (una potente editorial española), los promovió repetidamente desde la tribuna presidencial y ganó mucho dinero con ellos.

La Ley General de Responsabilidades ordena a todos los servidores públicos: “conducirse con rectitud sin utilizar su empleo, cargo o comisión para obtener o pretender obtener algún beneficio, provecho o ventaja personal…” (Artículo 7, fracción II); y prohíbe “asociarse con inversionistas, contratistas o empresarios nacionales o extranjeros, para establecer cualquier tipo de negocio privado…” (Fracción X). Vender libros es un negocio privado y Planeta es una empresa multinacional que ha ganado mucho con los libros de AMLO.

El Artículo 52 de esa misma ley, dice que: “incurrirá en cohecho el servidor público que exija, acepte, obtenga o pretenda obtener (…) cualquier beneficio no comprendido en su remuneración como servidor público”. Y el Artículo 55 añade que incurrirá en utilización indebida de información (falta grave) el servidor público que pretenda: “…obtener cualquier beneficio privado, como resultado de información privilegiada de la cual haya tenido conocimiento”. Los libros de AMLO utilizan información privilegiada.

De otro lado, el Código Penal de la federación dice, en su Artículo 220, fracción II, que comete el delito de ejercicio abusivo de funciones: “El servidor público que valiéndose de la información que posea por razón de su empleo, cargo o comisión (…) haga por sí, o por interpósita persona, inversiones, enajenaciones o adquisiciones, o cualquier otro acto que le produzca algún beneficio económico indebido”, mientras que el Artículo 223, Fracción II, dice que comete peculado “el servidor público que ilícitamente utilice fondos públicos (…) con el objeto de promover la imagen política o social de su persona…”.

El título más reciente del prolífico autor se puso a la venta por todos los rincones de la FIL de Guadalajara –esa que tanto detesta—, mientras el senador Adán Augusto López compraba miles de ejemplares para repartirlos entre los suyos y contribuir a las regalías de su amigo. Él dice que los pagará de su bolsa y, como ya sabemos, no le falta dinero. Eso no está prohibido: que un señor rico decida gastar sus caudales comprando libros escritos por su amigo íntimo no es delito, ni falta administrativa, ni nada.

Lo que estaba prohibido era lo otro: que el presidente vendiera libros desde la tribuna de sus conferencias de prensa y aun presumiera el monto de sus regalías, superiores a 3 millones de pesos. Pero nadie hizo nada y sospecho que seguirán sin hacer pese a que, por tratarse de posibles hechos de corrupción, esos casos no prescriben. ¿Pero quién se va a meter con el líder y menos ahora que la presidenta Sheinbaum en su afanoso empeño de “parecerse igualita” a su jefe se puso a vender libros suyos desde la misma tribuna, promovidos con videos pagados con recursos públicos y editados por la misma editorial española?

Andrés Manuel ha torcido la ley muchas veces y siempre ha salido impune porque ha alegado que sus causas son justas. Frente al imperativo de difundir el catecismo del régimen escrito por el mismísimo presidente, ¿a quién le importa lo que diga la ley?

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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