Dicen que saben hacia dónde están llevando al país. Nos anuncian un destino feliz, sin pobreza, sin corrupción y sin violencia que, además, habrá creado un nuevo modelo de bienestar para el mundo; donde prevalecerá la moral de los individuos, entrelazada con la ética pública; donde ya no habrá abismos entre pobres y ricos; y con un fuerte arraigo nacionalista, conducido por un Estado proveedor sin intermediarios.

Para llegar a ese mundo ideal, nos dicen, es preciso erradicar los obstáculos que lo impiden. Así como los insurgentes lucharon contra los españoles peninsulares; los liberales, contra los conservadores; y los revolucionarios, contra los porfiristas, así los partidarios de la Cuarta Transformación deben vencer a los neoliberales. Dicen que nada impide el establecimiento de aquella utopía, excepto quienes se obstinan en mantener privilegios injustos.

Sin embargo, las preguntas que ninguno de los defensores de ese proyecto ha logrado responder con fidelidad tienen que ver con el tiempo y el costo de esa transformación. ¿Cuándo estiman que llegará a realizarse esa utopía? Porque según los cálculos iniciales habrían de bastar dos años para arraigar los cambios indispensables y, hasta ahora, es evidente que ese plazo fue insuficiente. ¿Es un proyecto de varios sexenios? ¿O es, acaso, un programa político que aspira a convertirse en una promesa eterna?

¿Cuál es el costo que debe pagarse para llegar a ese mundo de armonía e igualdad? Porque hasta ahora, no sólo parece todavía muy lejano sino que ya ha acumulado más víctimas que beneficiarios. México sigue siendo uno de los países más violentos del mundo: los feminicidios no cesan ni tampoco el riesgo que corren los periodistas y los defensores de los derechos humanos: solo en 2020, de los 331 asesinatos que se cometieron contra activistas en todo el globo, 264 se registraron en nuestro continente, con Colombia, Honduras y México a la cabeza. El homicidio es, en nuestro país, la principal causa de muerte entre las personas de 15 a 44 años y apenas en 159 días del proceso electoral que está en curso, han sido asesinados 61 políticos —de los cuales, 18 aspiraban a ocupar un cargo de elección popular.

En el camino de la transformación que está en curso, al menos 8 millones de personas se han ido quedando sin trabajo y sin ingresos —sobreviviendo a duras penas con el apoyo de sus familias y, con algo de suerte, con algún apoyo de los programas sociales que reparte el gobierno, que en el mejor de los casos alcanza para cubrir apenas un tercio de sus necesidades vitales—. Durante el 2020, además, cerca de 12 millones de personas tuvieron que comprar por su cuenta los medicamentos que el gobierno no pudo entregarles, mientras que hubo una reducción de 45 millones de consultas médicas en todo el sistema de salud pública. Dicen que la gente está complacida. Pero la violencia no cede, no hay más trabajos, el ingreso no crece y los derechos fundamentales no logran garantizarse. Y que conste que no estoy hablando de la reducción sistemática de la capacidad de respuesta de las instituciones públicas del país, en aras de establecer programas de transferencias monetarias directas, ni de los conflictos políticos cada vez más airados y amenazantes.

¿Cuál es el costo de esta transformación? ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar quienes la defienden? ¿No hay ningún límite? ¿Cueste lo que cueste? ¿De eso se trataba, de pasar a la historia a cualquier costo? Ojalá hubiese, entre ellos, alguien sensato para responder con franqueza estas preguntas, sin volver al manido discurso de que, al formularlas, estoy defendiendo el pasado ominoso. De ninguna manera quiero que vuelva el pasado. Pero me gustaría saber cuánto más costará el futuro que nos han prometido.

Investigador de la Universidad de Guadalajara.

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