¿Quién, en su sano juicio y amando a México, querría oponerse a la narrativa inmaculada del presidente de la República? ¿Quién no querría vivir en un país cuyo gobierno apuesta por la igualdad en todas sus decisiones, que combate frontalmente la corrupción y la impunidad, que busca reconstruir la paz quebrantada desde las causas que la amenazan, que respeta los derechos humanos, que promueve la democracia, la pluralidad, la libertad de creencias, la libertad de opinión y que ha separado el poder político de la influencia económica, respetando sin embargo a los empresarios y convocándolos a una cruzada fraterna por la igualdad?

¿Quién no preferiría vivir en un México cabalmente soberano frente a Estados Unidos, solidario con las naciones de Centroamérica, autosuficiente en sus alimentos y su energía, capaz de garantizar el cumplimiento de todos los derechos sociales, con prioridad absoluta en la salud y la educación accesibles a cualquier persona, que respalda con becas, apoyos directos y créditos a quienes más lo necesitan? ¿Quién se opondría a la división de poderes, a poner límites al abuso de facultades y de recursos públicos, a la influencia perversa del presidente sobre los órganos autónomos del Estado, a la austeridad del gobierno, a destinar todos los presupuestos a favorecer mejores condiciones de vida, mejores proyectos de infraestructura y mejores servicios para todos los mexicanos? ¿Quién, repito, no querría vivir en el país ideal que nos describió el primer informe de gobierno del presidente López Obrador (tercer informe al pueblo de México, en su propia cuenta)?

La narrativa del presidente es muy poderosa. Fue esa admirable capacidad de ofrecer ilusiones, identificando al mismo tiempo a los enemigos reales y potenciales del sueño igualitario, justo, democrático, pacífico y próspero que ilumina el proyecto de cambio de régimen propuesto por la Cuarta Transformación, la que llevó al presidente a ganar como nadie las elecciones del 1 de julio del año pasado y la que sostiene su altísima aprobación entre la gran mayoría de los ciudadanos.

Una narrativa que, además, se ha hecho eco del dolor y el agravio acumulados por décadas en una sociedad que se había acostumbrado a la corrupción en casi todos los planos de la convivencia, que daba por sentada la desigualdad arraigada en estamentos sociales y que comenzaba a normalizar, como cosa ya inevitable, todas las violencias que se multiplicaban por todo su territorio. Y que, por encima de las palabras, fue capaz de modificar las formas de tajo: de abandonar la residencia oficial de Los Pinos, de viajar en vuelos comerciales, de moverse entre multitudes sin la presencia del Estado Mayor, de trabajar todos los días desde la madrugada, de hablar en las conferencias de prensa como se habla en la calle, de interactuar con el pueblo convocado a sus asambleas, otorgándoles el rango de asesores fundamentales. Las formas que son fondo y que confirman, todos los días, que el presidente está hablando en serio: que cree en lo que dice y dice lo que realmente cree.

Lo que perturba ese sueño, es que el presidente habla como si el país que describe existiera gracias a sus deseos: demiúrgico, crea con palabras una realidad que lo contradice. El imaginario de las palabras convertidas en hechos que no se pueden negar, porque la contradicción es propia de los conservadores, los neoliberales y los enemigos. Y que reclama, en consecuencia, la obediencia total: al lado de la imagen inmaculada del país que (casi) todos quisiéramos, la condición irrevocable de la vuelta al superpresidencialismo: al país de un solo hombre.

Yo quiero vivir en el país que describe el presidente en su informe. Pero me gustaría que pudiéramos construirlo de veras: no por las palabras que pronuncia una sola persona, sino por el esfuerzo de todos.


Investigador del CIDE

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