El presidente ha demostrado, una y otra vez, que no habla con la verdad, que distorsiona la realidad, que no está cumpliendo lo que ofreció, que no está dispuesto a escuchar, que no acepta nada ni a nadie que se oponga a sus decisiones, que puede difamar a cualquiera, que se contradice, que jamás reconoce un error. Para acrecentar su poder, ha pasado por encima de los poderes, de los estados, de los órganos autónomos y de los municipios; y a estas alturas, prácticamente no queda ninguna organización social o académica o artística o empresarial que no haya sido ofendida y sometida por el presidente, directa o indirectamente.

En su plan de gobierno prometió que habría empleos suficientes para todos los jóvenes, que habría una recuperación del 20 por ciento del poder adquisitivo, que se erradicaría la pobreza extrema, que nadie carecería de servicios médicos ni de medicinas, que nadie padecería hambre, que creceríamos al 4 por ciento anual durante el sexenio, que la producción agropecuaria alcanzaría niveles históricos. Y hoy sabemos a ciencia cierta que nada de eso se cumplirá y que, más bien, estamos frente a un gobierno que ha optado por la concentración del poder, la militarización, la quiebra de las instituciones, el autoritarismo y el discurso de odio.

No obstante, el presidente sigue teniendo el respaldo de la mayoría y las encuestas revelan que sus partidos podrían ganar con holgura las elecciones de junio. En 2018 escribí que era imposible distinguir cuántos votos fueron depositados a favor de AMLO por convicción y cuántos lo respaldaron para castigar a los partidos tradicionales. Y tres años después, esa combinación sigue vigente.

Los convencidos no quieren ver la evidencia porque siguen depositando en el presidente sus ilusiones: dicen que habla a nombre del pueblo, que sus contradicciones son tácticas para vencer a la adversidad, que sus errores obedecen a las trampas que le tienden sus enemigos, que todos los problemas de México son heredados, que ofende en defensa propia, que sus decisiones son producto de la necesidad y que ningún otro presidente lo haría mejor. Muchos repiten ese pregón porque para eso les pagan o porque encontraron en este gobierno una parcela de poder propio. Pero muchos otros lo dicen con absoluta sinceridad y confían con franqueza en el discurso presidencial.

Pero hay muchos otros —quizás muchos más— que defienden al presidente por el rencor y la desconfianza que les despierta la vieja clase política del país. La detestan y por eso aplauden a quien les ha prometido borrarla del mapa, a cualquier costo. No les preocupa la destrucción de la democracia, porque los partidos que encarnaron esa promesa, no sólo la traicionaron en su momento sino que ahora decidieron reunirse para volver por sus fueros —literalmente—. No importa que entre los partidarios del presidente estén enquistados muchos de los que pertenecieron a aquellos gobiernos traidores: lo que importa es que hoy obedecen al presidente que ha venido a cobrar venganza. Sienten, quizás, que el dolor que les infligieron no quedará impune.

Lo que no ven, o no quieren ver, es que el caudal de odio, intolerancia y resentimiento que se ha venido acumulando en los primeros años de este gobierno no se mitigará con los resultados electorales, sino que se incrementará. Pase lo que pase en estos comicios, los términos del encono irreconciliable se están convirtiendo en cemento, bajo el muy extendido supuesto de que la dicha de un lado, depende de la derrota humillante del otro. Y el presidente ha logrado encarnar, exitosamente, ese mensaje. Casi nadie votará en junio por otras razones: decenas de miles de campañas y candidatos competirán para respaldar ciegamente o defenestrar al presidente de la República.

Investigador de la Universidad de Guadalajara.