Las muchas violencias que vive el país no sólo manifiestan el deterioro de nuestras relaciones sociales, ancladas en la lógica del encono y la pugna, sino que revelan también las debilidades y los desaciertos históricos del Estado. Entre el feminismo agraviado y los grupos de autodefensa hay un hilo de continuidad, que los entrelaza a su vez con los campesinos que reclaman mayores recursos para sembrar, con los vecinos que se duelen de la falta de agua o con los pacientes de los hospitales que carecen de medicinas, entre un larguísimo etcétera.

Unos reaccionan ante la prepotencia de las policías, las fuerzas armadas y los funcionarios de toda índole que, investidos de autoridad, abusan de ella para someter a quienes debían servir; y otros, a la impotencia de los gobiernos para garantizar los derechos que nos otorga la Constitución. Las violencias responden a esos extremos: la impotencia y la prepotencia; o, dicho de otra manera, al hartazgo social ante la incapacidad del Estado para resolver los problemas públicos o ante la negligencia y la desvergüenza de quienes ocupan los puestos para regodearse con el poder otorgado, como si fuera su patrimonio.

Eliminar la impotencia y la prepotencia que están minando la operación del Estado es uno de los mayores desafíos de la Cuarta Transformación prometida si no es que, simplemente, su desafío principal. Pero es preciso entender que ni el origen ni la solución de ambos fenómenos emana solamente en la presidencia de la república —a la que estamos sobrecargando, como sucedía antes, de todos los bienes y de todos los males de México—, porque sus causas obedecen a las muchas malformaciones acumuladas por décadas en el aparato completo del Estado nacional mexicano.

Cuando se vaya despejando la bruma producida por el liderazgo carismático de Andrés Manuel López Obrador, quizás seamos capaces de comprender que esas violencias no son ajenas al espacio territorial y social en el que suceden y que, en consecuencia, tampoco podrán resolverse desde el poder concentrado en Palacio Nacional, como si el resto de las instituciones salieran sobrando. La manifestación de hartazgo de las mujeres vejadas se enderezó contra la prepotencia de la policía de la CDMX, mientras que el nuevo protagonismo de las autodefensas responde a las impotencias de los gobiernos municipales para hacerle frente a los abusos del crimen organizado. Ambos ejemplos —los más recientes, pero ni remotamente, los únicos— nos hablan de la urgente necesidad de reconstruir el Estado desde sus bases locales.

Es evidente que el Estado mexicano está rebasado y también lo es, aunque hoy resulte polémico hasta decirlo, que no podrá refundarse cargando toda la responsabilidad en un solo hombre. Ese es un error que se ha cometido ya varias veces en la historia política del país. Lo que tendría que ponerse sobre la mesa, en cambio, es la vigencia de arreglo federal del país que, a todas luces, ha llegado al límite de sus capacidades actuales. Los municipios están capturados o saturados: impotentes para resolver las grandes carencias metropolitanas o demasiado complejos para afrontar los rezagos de las pequeñas comunidades. En vez de ser parte de las soluciones, los gobiernos municipales se han convertido en el pozo de los problemas.

Y los gobiernos de los estados se han vuelto, en el mejor de los casos, aparatos de poder burocrático que, a duras penas, gestionan las obras públicas más urgentes, promocionan inversiones privadas o promueven políticas de compensación ante las carencias sociales más apremiantes. Pero ni unos ni otros tienen los medios para reconstruir el Estado ni para detener en definitiva las violencias que nos están agobiando. Por eso hay que volver a pensar el federalismo, radicalmente. Y más vale hacerlo con calma, porque ya vamos muy tarde.

Investigador del CIDE

Google News

TEMAS RELACIONADOS