Tuvieron tiempo de sobra para rectificar, pero optaron por la prepotencia. La comunidad del CIDE estuvo dispuesta a conciliar su labor con las prioridades señaladas por el gobierno; incluso había aceptado que viniera una persona cercana al partido del presidente a dirigir sus trabajos, a cambio de mantener vigente su libertad de pensamiento, de cátedra y de investigación. Esa comunidad no pidió nada más que respeto a su dignidad y lo que obtuvo, por meses, fue la calumnia, la estigmatización y un discurso de odio sin tregua.

Impertérrito, la semana pasada el Conacyt consumó la decisión de someter al CIDE torciendo la ley para imponerle un estatuto autoritario y una dirección maniquea, groseramente majadera en las formas e ideologizada hasta el fanatismo, que ha sido rechazada por la comunidad de manera prácticamente unánime. Dirán que ganaron. ¿Pero qué ganaron? ¿La posibilidad, acaso, de clausurar uno de los proyectos académicos más exitosos del país para sustituirlo por una agencia de formación de cuadros a modo? ¿Usar el nombre del CIDE para contratar profesores que aplaudan como focas al régimen? ¿Mostrar a la comunidad científica del país el costo que habrá de pagarse por mantener vigente la obstinación de la autonomía? ¿El deseo de llevarle al presidente de la República una prueba inequívoca de obediencia a su voluntad? ¿O simplemente el placer de disfrutar el sometimiento de un grupo rebelde?

Se equivocan si creen que este capítulo está cerrado. Todo lo contrario: lo que ha producido esa secuencia de arbitrariedades y abusos ha sido ensanchar la conciencia sobre el desprecio que este gobierno siente por la vocación crítica indomeñable de la vida universitaria. Podrán ejercer todo el poder del Estado con toda la acritud que han acumulado, pero nunca podrán silenciar a la comunidad académica del país. Es evidente que al desdén suman la ignorancia sobre la pasión de quienes decidimos dedicar la vida a la docencia, la investigación y la ética de la convicción. Cree el león que todos son de su condición; pues no: el mundo universitario es diferente.

La destrucción deliberada y odiosa del CIDE ya dejó escrita una de las páginas más ominosas de este sexenio: tiene razón José Antonio Aguilar al compararla con el golpe al Excélsior de Julio Scherer, en aquellos años setenta. Con un añadido: que las voces de las y los estudiantes, profesores y trabajadores que han sido ofendidas deliberada y arteramente, habrán de magnificarse con el paso del tiempo. No servirán para ganar elecciones —porque esa comunidad no responde a incentivos partidarios: los elude con tenacidad en aras de su libertad—, pero seguirán siendo inexorablemente críticas y rebeldes ante quien ostente el poder y habrán de serlo más, mucho más, ante quien se ha propuesto difamarlas, someterlas y callarlas.

El director impuesto para consumar el ataque habrá celebrado, quizás, la legalización tramposa de su nombramiento y muy probablemente actuará, empoderado, para concluir el mandato que aceptó por instrucciones superiores. Nadie debería suponer que renunciará ante la resistencia interna de la comunidad que en vez de dirigir se ha propuesto destruir, pues de contar con alguna autoconciencia sobre el papel que habría de jugar jamás habría aceptado ese puesto. Tampoco cabe esperar que haya rectificación alguna de Conacyt y menos aún de la presidencia. Al contrario: lo que viene promete ser mucho peor pues —como sabía Hobbes— se odia más a quien más se lastima.

Pero el propósito principal habrá fracasado de todos modos, pues esas voces no se apagarán sino que se multiplicarán. Dentro y/o fuera del CIDE, mientras más se les amenace y más se les violente desde el poder, más fuerte se escucharán. Nada ni nadie las callará.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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