Difiero de quienes aseguran que las decisiones que ha venido tomando el gobierno del presidente López Obrador tienen como propósito —o tendrán como secuela— una vuelta al régimen que vivió México en los años setenta. No sólo por la obviedad de que volver al pasado es imposible, sino porque lo que se está construyendo (y perfilando para el futuro inmediato) es un sistema político inédito, que no tiene comparación con ningún momento previo de nuestra historia.

Es cierto que la deliberada y sistemática concentración del poder en el presidente de la República se parece a otros episodios pretéritos, pero en aquellos no había la evidente intención de establecer un pensamiento único y nuevo que se impusiera con todos los medios que otorga el mando, hasta el último rincón del país. No fue así en el liberalismo ni después de la Revolución Mexicana, ni tampoco durante los múltiples gobiernos de Santa Anna —que cambiaba de bandera según soplaban los vientos— ni en el Porfiriato que sólo abrazó el liberalismo —como lo probaría don Emilio Rabasa— como bandera para justificar a la dictadura.

Ni siquiera entre los gobiernos autoritarios del régimen establecido a la sombra de la Revolución prosperó una sola y única visión de la política. Por el contrario, el aparato de poder que gobernó México desde 1929 hasta el final del siglo pasado cambió sin pudor de nombre y de camisa ideológica varias veces: fue socialista, fue liberal, fue socialdemócrata, fue liberal social. De hecho, Juan Linz encontró en esa laxitud una de sus características principales: la mentalidad autoritaria acomodaticia a las circunstancias, mientras que Arnaldo Córdova y Pablo González Casanova coincidieron, en sus respectivos estudios sobre aquel régimen, en que la invocación revolucionaria era más bien el disfraz para cooptar o someter adversarios y conservar el control del mando.

Aquellos gobiernos combatieron con fiereza a la oposición pero albergaron e incluso cobijaron la diferencia. El presidente Echeverría y los suyos fueron especialmente camaleónicos en su ambición de poder: primero respaldaron a Díaz Ordaz y aplaudieron sus decisiones brutales en nombre del orden, luego las extendieron en 1971 y en la guerra sucia y al final se invistieron de tercermundismo, hasta cerrar el sexenio con la ridícula elección de López Portillo como candidato único a la presidencia de México. En cada uno de esos momentos lo que prevaleció fue la conservación pragmática del poder y no la obsesión por establecer un lenguaje, una moral y un aparato político impermeable a cualquier idea que se desviara del pensamiento único del presidente de la República.

Tratando de nombrar lo que estamos viviendo, se ha dicho que el gobierno de México es lisa y llanamente populista. En su libro más reciente, Roger Bartra lo caracteriza incluso como populista de derecha, advirtiendo el abismo que lo separa del proyecto de la izquierda en cualquiera de sus manifestaciones. Por mi parte, sin embargo, creo que la combinación del desdén por la Constitución y sus instituciones, el creciente aprecio por el militarismo, la escalada de violencia verbal y política contra cualquier tipo de disidencia, el manejo discrecional del dinero público, el uso de las creencias religiosas y de la fe y la cuidadosa construcción de un aparato de control territorial dirigido personalmente por la oficina del presidente, además de la invocación al pasado glorioso de México, la negación de la evidencia empírica, el manejo estratégico de las amenazas y la repetición cotidiana de una verdad construida tenazmente desde el poder, lo distancian del tipo ideal de los populismos tradicionales y lo hacen más proclive al fascismo. ¿De eso se trata?

No es trivial saber hacia dónde vamos. ¿Cómo se llama esto?

Investigador de la Universidad de Guadalajara.

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