Se dice que cada quien tiene lo que merece. Que quien trabaja duro y sigue las reglas tendrá el cielo como límite a lo que puede lograr. Es el mantra meritocrático que ya es sentido común de la época. Lo hemos adoptado con tanta facilidad porque, en un análisis apresurado, tiene sentido. En primer lugar, lo relacionamos con una intuición de justicia: quien tiene más es porque ha trabajado más y, por tanto, se lo merece. Tal o cual persona “exitosa” no heredó lo que tiene, no lo obtuvo por derecho divino, sino a golpe de esfuerzo. La desigualdad que deriva del mérito, entonces, es justa, legítima. En segundo lugar, el mérito se corresponde con una idea de libertad que es muy familiar: aquella noción según la cual somos dueños de nuestro destino. Somos nosotros –y sólo nosotros- quienes decidimos quienes ser y como vivir nuestra vida. El problema de llevar el argumento del mérito al extremo es que no reparamos en su lado oscuro. Y vaya que lo tiene.

Michael Sandel lo llama, precisamente, la “tiranía del mérito”. En su último libro desmenuza el fenómeno y argumenta como la actual concepción del mérito es, en gran parte, culpable de la ola de populismos autoritarios que vemos emerger en el mundo. Para resumirlo, esa idea de libertad y de justicia como merecimiento deriva en un estado de cosas donde se legitiman las enormes desigualdades sociales y en un mundo polar donde hay dos clases de personas: exitosos y fracasados. Donde los exitosos ven con desdén a quienes han fracasado (presos de la hubris meritocrática) y, peor aún, los “fracasados” realmente creen que se merecen su posición social. La relación entre ambos grupos sociales es una donde el valor de la solidaridad brilla por su ausencia.

Concebir a la libertad como la posibilidad de editar nuestra propia vida como nos plazca es una idea muy poderosa. En su basamento se encuentra el valor de la autonomía individual y de la responsabilidad personal. Según esta concepción nuestro destino es producto de nuestra voluntad e independiente de cuestiones que no podemos controlar: el lugar donde nacimos, nuestro género o raza, y poder económico. El problema es que esto no es así. Todas y todos somos el resultado de circunstancias que no controlamos: nacemos en determinadas familias, se nos alimentó de cierta manera, recibimos ciertos bienes educacionales, y tenemos talentos desde la cuna. Es el cúmulo de todos estos factores lo que realmente traza nuestro trayecto vital. Entonces no es cierto que seamos dueños de nuestro destino ni que, plenamente, nos merezcamos lo que tenemos.

También la idea de que una sociedad perfectamente meritocrática sea el reino de la justicia - porque cada quien obtuvo lo que tiene con el sudor de su frente- es bastante problemática. Se dice que para que el mérito florezca debe plantarse en el jardín de la igualdad de oportunidades. Si todos tenemos la misma posibilidad de escalar socialmente, entonces, nuestra arreglo social sería justo. Aquí la cuestión yace en que se confunde movilidad social con igualdad social. El ideal meritocrático promete (y no con buenos resultados, basta ver los índices de movilidad en cualquier país del mundo-) que origen no sea destino, no que el trayecto sea uno igualitario. De hecho, es al revés: bajo esta concepción del mérito se justifica las desigualdades, sin importar el tamaño de éstas. Como dice Sandel “el ideal meritocrático no es un remedio a la desigualdad, sino una justificación de la misma”.

Lo preocupante es el resultado que estas creencias ocasionan. Al ver en la posición social una expresión del valor de la libertad y pensar que el arreglo político es justo, realmente se cree que se está ahí producto de la “cultura del esfuerzo”. Esto deviene en una arrogancia de los “exitosos” de dimensiones titánicas. No importa que el mercado –por definición un sistema artificial- premie mejor los talentos de tal o cual persona, o que se haya nacido en una familia rica. Lo que importa es que esa persona hoy gana más a la semana que lo que la persona más pobre ganará en 50 años, porque ha “trabajado duro”. El pobre es pobre porque quiere. Ajá.

De ahí surgen múltiples fenómenos. Si se repite una y otra vez todos podemos tener éxito bajo el actual sistema social, entonces los que no lo tienen –que son la mayoría de la población- se sienten culpables. Los exitosos, por su parte, no tendrán la mínima capacidad de empatía ni de solidaridad porque ellos juegan bajo reglas “justas”. Los exitosos humillan así a los fracasados y eso genera frustración y resentimiento de la mayoría hacia una minoría. Y sí: de ahí se nutre el populismo autoritario. De esa falta de empatía y solidaridad que nuestro sistema perpetúa y un líder demagogo bien puede canalizar. ¿Qué hacer? Repensar todo el sistema y redistribuir no sólo el ingreso sino el estima social y el honor. ¿Cómo? Empecemos por redignificar el trabajo obrero y transitar hacia un sistema educativo más inclusivo e igualitario. Difícil, sí, pero más que necesario.

@MartinVivanco

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