La sucesión presidencial es uno de los pasatiempos favoritos de los mexicanos. Tiene una historia riquísima, llena de misterios, mitos, símbolos y no pocas historias rocambolescas. Acaso sea uno de los vestigios más representativos del antiguo régimen en donde el “dedazo” es, en efecto, una facultad metaconstitucional del Presidente de la República. El simple hecho de que continúe siendo un tema de interpretación psicológica del gobernante en turno, lo saca de los márgenes de la normalidad democrática. En otras latitudes este juego de tintes freudianos combinado con una pizca de lectura astral no existe. Allá existen elecciones primarias dentro de los partidos y otros métodos de selección de los candidatos en donde ninguna voluntad –por sí misma– puede decidir quién será ungido candidato por tal o cual partido. Sin duda, nos urge una reforma que diluya ese gran poder que aún ostentan muchos gobernantes en México y, por supuesto, el actual Presidente de la República.

Sin embargo, estos días ha ocurrido algo inédito en el ejercicio sucesorio mexicano. El propio Presidente ha hecho pública una lista de sus posibles sucesores a dos años y medio de que empiece la contienda. La tradición priísta –que es también la de AMLO- era la opuesta: el gran elector mantenía en secreto sus cartas y el destape se daba lo más tarde posible en el sexenio. Las razones de proceder de esta manera eran, básicamente, tres.

La primera obedece a la inevitable pérdida de poder que acarrea el adelanto de la sucesión. Inevitablemente, el foco de atención ya no está únicamente en el presidente, sino también en quienes lo pueden suceder.

La segunda era proteger al “tapado”. La secrecía le protegía de los ataques de sus rivales. Destapar implica poner en la mira, tornar al elegido en punto de convergencia de intereses, magnificar la adulación de sus cortesanos cercanos y despertar las envidias de quienes aspiran a lo mismo. El destape es la ceremonia iniciática de la batalla por el poder en el sentido más crudo de la palabra.

La tercera tiene mucho de fondo: mantener el curso normal de la administración. Mediante el secreto se mantenía al sucesor en el curso normal de su encargo y eso permitía que su trabajo se mantuviera dentro de los márgenes institucionales. Cuando se da el dedazo, el horizonte del elegido cambia: ya no sólo es funcionario, sino precandidato de facto. A partir de ese momento todos sus actos, todas sus acciones, gestos y apariciones públicas, serán interpretadas en clave sucesoria. La lógica del poder desplaza a la lógica institucional y eso tiene consecuencias en las decisiones de política pública que se toman. Se apresura la construcción de obras vistosas, se desatienden programas importantísimos pero de bajo perfil electoral (el rubro educativo es frondoso en ejemplos), se exacerba la adulación al gran elector, (existe el rumor que Miguel de la Madrid acudía al psicólogo antes de tener acuerdo con el Presidente López Portillo para ir “preparado”) y un gran etcétera.

Todo esto le pasará a los que realmente tienen oportunidad de ser electos. Creo que hoy por hoy Claudia Sheibaum lleva la delantera. A ella y a sus más allegados les conviene tener esto en mente porque si hay alguna entidad difícil de gobernar, es la Ciudad de México. El reto de mantenerse como la puntera por dos años y medio más, no es menor.

Luego está el caso de Marcelo Ebrard quien, en mi opinión, es la segunda opción del Presidente y esta semana hizo algo digno de análisis. Ebrard responde a lo inédito (los destapes anticipados del Presidente) con algo también inédito: un “autodestape” con la supuesta venia del Presidente.

Es inevitable no tratar de interpretar la estrategia del Canciller. Creo que Ebrard trae impreso en su ADN político el caso de su mentor, Manuel Camacho Solís. Camacho siempre pensó que, aunque el presidente Salinas les diera mucho juego político a sus rivales -en especial a Colosio- él iba a ser el elegido. Sabía que era un funcionario eficaz, un gran interlocutor con la oposición, con tablas académicas y olfato político. Además de la gran amistad que desde joven forjó con el Presidente, pensó que él era el único que podía continuar con su legado. Tan fue así, que días antes de la nominación de Colosio, Camacho decidió no “autodestaparse” en una comparecencia en la Cámara de Diputados el 24 de noviembre de 1993. Esa fue la última oportunidad que tuvo Camacho de influir en la sucesión de forma pública. No lo hizo y no fue candidato.

Me parece que Ebrard está haciendo lo que no hizo Camacho: públicamente tratar de influir en la voluntad de AMLO. Con esto exacerba los riesgos –ya mencionados– consustanciales a la sucesión. En otras palabras, su reto es enorme: seguir siendo un funcionario eficaz al tiempo de pensar estratégicamente todos sus movimientos en una lógica electoral. Y claro: mantener de buenas a AMLO.

@MartinVivanco

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