La Corte declaró inconstitucional la penalización del aborto. Decisión, sin duda, histórica. Histórica porque es el primer Tribunal Constitucional de América Latina en resolver de esta manera un asunto de este calado. Histórica, también, porque se adopta por unanimidad de ministros que estuvieron presentes en la sesión. Presenciamos un giro progresista en el seno del máximo tribunal en donde una concepción de derechos y libertades venció al dogma y la tradición. Desarrollo aquí algunos de los argumentos de los ministros.

Penalizar una conducta quiere decir que el Estado use su brazo más potente, el punitivo, para sancionarla. Implica que quien caiga en la hipótesis de la norma comete un delito y, por tanto, es un delincuente. Por eso, penalizar a la mujer por decidir sobre su cuerpo implica criminalizarla. Penalizar el aborto ata a la mujer a una categoría que la estigmatiza.

Me voy más atrás. La sombra del tipo penal no sólo oscurece el momento en que se decide interrumpir el embarazo, sino también a la propia sexualidad. Desde el momento en que existe la posibilidad de que las mujeres –o personas gestantes– sean encarceladas como consecuencia de tener relaciones sexuales, ellas se encuentran vigiladas por el ojo del Estado. La sexualidad practicada por las mujeres se torna un acto sospechoso; no así la de nosotros, los hombres. Las normas cuyo propósito sea meter a la cárcel a una mujer que decida sobre su cuerpo son las expresiones más acabadas de lo que Foucault denominó biopolítica: el control de los cuerpos por el poder político. Estoy parafraseando lo que pronunció magistralmente la ministra Piña. En sus palabras: “este tipo de normas lo que está[n] castigando es la conducta sexual de la mujer”, ya que “en violación […] no limitan [el aborto] […] porque tiene carácter de víctima y no otorgó consentimiento; en cambio, cuando otorgan consentimiento no le permiten […] abortar en ningún tiempo, entonces, está referida a la conducta sexual de la mujer, lo que […] también la hace inconstitucional”.

Encarcelar a una mujer o persona gestante por decidir sobre su cuerpo es indigno. La dignidad se define mejor desde una perspectiva negativa. Dice la máxima kantiana que nadie puede ser utilizado como medio sino como fin en sí mismo. Al obligar a la mujer —o persona gestante— a parir la toma como medio de procreación. La mujer se vuelve instrumento, máquina de producción.

La Corte no hizo una evaluación moral del aborto ni una apología del mismo. La ministra Ríos Farjat lo dijo muy bien: “Estoy en contra de estigmatizar a quienes toman esta decisión, que —me parece— si ya —de por sí— es difícil y dura por la carga moral, social, pero profundamente individual y espiritual, no debería serlo más por la fuerza del derecho. Nadie se embaraza, en ejercicio de su autonomía, para después abortar”. En otras palabras: despenalizar no es sinónimo de incentivar. Es evitar un mal que, como proviene del Estado que criminaliza la conducta, es evitable. Un mal que abona a otros que acompañan la decisión —difícil, dificilísima— que toman las mujeres al abortar.

El Estado debe garantizar los derechos sexuales y reproductivos de la mujer. Esto implica el derecho a decidir sobre la continuación o no del embarazo mismo, sí, pero también de la implementación de una batería de políticas públicas tendientes a garantizar el derecho a la salud de la mujer y, en su caso, al crecimiento del producto de la gestación.

Las políticas públicas para garantizar este derecho incluso preceden al embarazo. Todas las personas deberíamos tener acceso a una educación sexual, a toda la información necesaria para la planificación familiar y a métodos anticonceptivos. Y en caso de que se decida interrumpir el embarazo, éste debe realizarse en condiciones “dignas, adecuadas e igualitarias” (Zaldívar), de forma gratuita en cualquier instituto de salud pública y bajo una temporalidad razonable cercana al momento de la concepción.

Haber incluido a las personas gestantes —es decir, hombres trans, personas no binarias y con otras identidades de género— tiene una implicación enorme. Se deja atrás la imposición binaria del género de las personas y se reafirma el derecho a la propia identidad, más allá de imposiciones culturales. Somos nosotros, y sólo nosotros, los que decidimos quiénes queremos ser.

La Corte dio un tremendo paso, pero falta otro. Muchas constituciones locales contienen disposiciones en las que “protegen la vida desde la concepción”. Estas cláusulas se insertaron con el fin de obstaculizar el derecho a decidir. En las próximas semanas se discutirá un proyecto de sentencia del Ministro Gutiérrez Ortiz Mena que también tilda de inconstitucional este tipo de disposiciones. Esperemos que así resulte.

Por último, los que estamos a favor del derecho a decidir estamos también a favor de la vida. De una vida digna para todas las mujeres y personas gestantes. No estamos a favor de que se aborte, no es un acto que merece fiesta, celebración. Los que nos decantamos por el derecho a decidir es porque reconocemos la enorme carga que implica un embarazo y que la decisión de interrumpirlo no es menor, nada menor. Es una decisión que proviene de lo más íntimo de la mujer o persona gestante y donde el Estado simplemente no tiene cabida.

Si mi hermana mañana me dice que quiere abortar no vamos a hacer una fiesta, no va a ser motivo de regocijo o júbilo. Trataré de ser lo más empático que pueda, aunque sé que será imposible ponerme en sus zapatos. Pero si llega a mi casa un cuerpo de policías a detenerla por haberlo hecho no dejaré jamás que la encarcelen. De eso se trata.

@MartinVivanco
Abogado y analista político

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