La semana pasada dije que la popularidad de AMLO se debe a que él se erigió –y se erige- en el gran catalizador de los sentimientos de frustración y de indignidad que atraviesa a la mayoría de los mexicanos. AMLO mediante la denuncia del sistema –no importa que él sea parte de éste- se torna en lo que es: el aliado de la mayoría, el Presidente cercano. En ese sentido ha creado una realidad política que resulta complicada descifrar.

La pregunta es, ¿qué hacer ante este fenómeno político que tiene pasmada a la mayoría de la oposición? ¿cómo se le hace frente a un populista en clave democrática? La respuesta pasa por entender que el tablero político ya cambió, que no se puede leer la realidad de hoy con las mismas anteojeras de antaño. Esto no quiere decir que hay que negar el pasado (donde hubo avances innegables) sino que ese pasado no sirve ya para interpretar el presente, ni mucho menos para arrojar luz sobre el futuro.

Desde la irrupción de Thatcher y Reagan se impuso un consenso neoliberal (y no, no estoy usando el término de la misma manera que el Presidente, me refiero al verdadero neoliberalismo que nace en Francia a finales de los años treinta del siglo pasado). Ese consenso tuvo luces y sombras, pero lo que no se puede negar es que era una ideología pura y dura. Es decir, una forma de concebir el mundo: desde la economía, el derecho y la justicia, hasta al propio del ser humano. Toda ideología tiene fecha de caducidad. El ocaso del neoliberalismo empezó en 2008 con la crisis financiera internacional. Hoy, a doce años de esto, hay quienes siguen ciegos a este hecho.

Y con la caída del neoliberalismo, cayó también una forma de hacer política. Ya no hay cabida para la política tradicional: llena de ritos, de formas, y de lugares comunes. No hay espacio ya para esa política de las diferencias simuladas, donde la conflictividad era mal vista porque sí había un consenso sobre las soluciones. Lo que requiere nuestros tiempos es una política que no le rehúya al populismo, sino que lo tome por los cuernos.

¿Qué implica esto? Dejar atrás nuestra eterna aversión al conflicto. Entender que la buena política requiere de antagonismos, de posiciones encontradas, de conflicto. Esa divergencia de visiones del mundo es la vivificación la pluralidad y de las identidades colectivas. A esas identidades colectivas –cuyo componente emocional, como dice Mouffe, es enorme- hay que darles expresión política a través del sistema de partidos. Lo que hemos hecho es lo contrario: a través de un aparente consenso, hemos sofocado el verdadero debate y negado las múltiples pulsiones que palpitan en nuestro país.

Y para hacer realidad lo anterior, se necesita algo obvio pero muy olvidado: decir algo, estar a favor de algo, decir lo que se piensa y por lo que se milita. Estamos tan acostumbrados al discurso político vacío, colmado de las mismas frases y muletillas que hemos llegado al punto que nuestra clase política –con excepciones- tan sólo emite sonidos. Eso aburre, molesta, y genera –claro- antipatía política. Por eso AMLO va ganando la batalla, porque él no teme decir lo que piensa y no rehúye el conflicto; al contrario, lo busca. Sus problemas son otros: la ocurrencia como directriz política, la ignorancia de temas muy complejos, las decisiones tomadas sin sustento empírico.

Esto conlleva cambios más pragmáticos. Debe haber un cambio de actitud y de lenguaje. El político tradicional habla, habla y habla, y no escucha. Lo típico es que llegue a un lugar, pregunte cuáles son los principales problemas e intente en unas frases decirle a los ciudadanos cómo va a solucionar sus problemas. Debe ser al revés. En las memorias que Obama acaba de publicar hace énfasis una y otra vez en cómo fue modificando su forma de abordar los problemas comunitarios. En vez de llegar y hablar, llegaba, escuchaba y volvía a escuchar. De tanto hacer eso, su función se tornó en ser voz de voces. Con su habilidad pasaba del problema concreto, de la historia personal, y lograba articularla colectivamente. De ahí que cuando hablaba, conectaba, y cuando proponía, emocionaba. Lo más interesante es que muchas veces sus soluciones no eran las que las personas querían escuchar –eran más progresistas- pero como calzaban con el problema correcto la gente empezaba a modular sus posturas y, algunas veces, a cambiar su forma de pensar. Insisto: decir las cosas, tener posturas claras no sólo otorga dignidad al ciudadano, sino que los atrae a los proyectos colectivos.

En suma, para ganarle a un populista hay que analizarlo fríamente y ver qué es lo que lo hace tan exitoso. AMLO conecta porque articula los agravios colectivos, lo hace en el tono correcto y no le teme al conflicto. Entonces, la receta es ésa. Solo se debe hacer de cara a la gente y por las causas que se crean. Creer que la política es consenso es tan ingenuo como creer que es toda conflicto. La política es conflicto y luego decisión que impone un orden social. Y la democracia es el instrumento que, mediante el conflicto, nos permite cuestionar ese orden social. Por algo Obama dijo que él era un populista, por algo.

@MartínVivanco

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