Recuerdo cuando Andrés Manuel López Obrador protestó como Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. La emoción que se respiraba en el país era innegable. La estampa era tan abrumadora que me hizo dudar de mi propia posición política. Yo no sólo no voté por él, sino que hice campaña activa, como candidato, en su contra. Pero, al ver todo lo anterior, no dejaba de preguntarme, ¿habré estado tan equivocado al votar por otra opción política? A un año sostengo mi posición: no votaría por él ni apoyo su proyecto político.Lo que sí ha cambiado es que esa duda se ha mantenido como una constante en mi actitud hacia lo político. Y eso es sano, ya que no hay crítica que no empiece por la duda. De eso quiero hablar. A un año, parecería que la duda desaparece del espacio público. La polarización de la que tanto se habla deriva de la falta de reconocerse falible. El que no duda, no puede criticarse a sí mismo y, por tanto, tampoco tolerará la crítica hacia él. Todo deriva de un dato hoy olvidado: a la política la pueblan todo menos certezas, pisos firmes, a partir de los cuales realizar ejercicios críticos. Me explico.

Al examinar un hecho político, es difícil encontrar un punto de referencia objetivo, un anclaje al cual asirse para contrastar lo que en realidad sucede con lo debería ser – la famosa diferencia entre el ser y el deber ser. Esto no sucede, por ejemplo, en el campo de la ciencia donde uno comprueba ciertos fenómenos recurriendo a un ejercicio de contraste entre teoría y hechos. Así, uno tiene una teoría sobre el efecto que tiene el calor sobre el agua y lo puede comprobar colocando un recipiente con agua al fuego y midiendo el tiempo y la temperatura exacta a través de la cual empieza a hervir. Con esa prueba queda demostrada la hipótesis. Pero en la dimensión de lo político es distinto. Lo que uno piense sobre la política, es decir, sobre los valores comunes que nos damos y aceptamos como válidos para vivir en sociedad, no puede contrastarse con hechos observables. Uno no puede tocar la justicia ni la libertad, la igualdad, la dignidad, la solidaridad o la democracia. Estos valores no existen en el mundo real, sino que son conceptos cuyo significado es dinámico, interpretable y siempre contestable.

El problema es cuando la atribución de significado a esos valores se vuelve tan disímbolo que no hay piso común entre quienes los interpretan. Para muestra varios botones. Para algunos lo que es una acción afirmativa que favorece la igualdad de los indígenas, para otros es una discriminación propia del nazismo. Para unos los ejercicios a mano alzada en la plaza pública son ejercicios de democracia directa, para otros son ejercicios de demagogia. Para unos pagar más impuestos es un robo por parte del gobierno, para otros es el rostro de la solidaridad social. Para algunos las pintas en los monumentos públicos son actos de vandalismo, para otros son ejercicios colectivos de reivindicación en espacios comunes. Y podría seguir y seguir.

Lo que quiero decir es que no caemos en cuenta de dónde está nuestro desacuerdo y la actitud que guardamos ante éste. El desacuerdo, repito, no se da a nivel empírico, de hechos, sino valorativo, es decir, recae sobre la interpretación que le damos a ciertos principios. Pero lo segundo es lo más importante: la actitud ante nuestros desacuerdos. Ésta puede ser o dogmática o crítica. El que sostiene una actitud dogmática no se cuestiona sobre tal o cual interpretación, da por verdadera y única la posición propia, no hay espacio para la duda. Uno cree en algo no por un ejercicio racional, sino por un acto de fe. Y la fe no admite cuestionamientos. En cambio, el que tiene una actitud crítica siempre está abierto al cambio de posición, al valor del argumento, a la duda.

Hoy en día, lo que vemos es una carencia enorme de una actitud crítica. No es casual: si algo ha hecho el actual gobierno es sacarnos de nuestros marcos conceptuales tradicionales. Para decirlo rápido y con una frase trillada, cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas. Y eso incomoda, inquieta y, sobre todo, es difícil, cuesta trabajo. Es más sencillo seguir en el mismo camino, dejar de estudiar y de buscar otras explicaciones. Pero esto tiene un efecto devastador: entre menos estemos dispuestos a reconocer la razón en el otro, va a haber más polarización y menos terreno común. Por eso, en los últimos meses hemos leído o escuchado posiciones atroces, que algunos pensábamos superadas por ese piso común de entendimiento. Cuando escucho posiciones antinmigrantes, racistas, misóginas, o cuando escucho a alguien justificar que está bien violentar todo un proceso parlamentario para elegir a alguien, o decir que no importa darle la vuelta a la Constitución para ampliar un mandato de gobierno, me pregunto cuándo va a imperar el argumento y la racionalidad en las cuestiones más básicas.

Es cierto que Mouffe dijo que la política es conflicto, pero hay que leerla bien, no dijo que siempre y que todo el tiempo. La política es también argumento y acuerdo.

@MartinVivanco

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