México existe en razón de sus instituciones, sin su concurso el país sería un conglomerado, una tribu errante, amorfa, sin pasado ni futuro. Son las instituciones las que definen el ser nacional. Algunas merecen efectivamente transformarse, pero las que sostienen al país, por el contrario, deben fortalecerse y preservarse. Lastimar a las instituciones es un suicidio político. Una de las que conforman el alma mexicana es la UNAM. En unas semanas estará nuevamente en el banquillo político y enfrentando el debate popular.

El punto neurálgico es la terminación del primer periodo rectoral del Dr. Enrique Graue. Es probable su reelección como la de sus antecesores, con excepción de Jorge Carpizo, siempre en contra de la reelección. Regresará la tentación de transformar a la UNAM, modelo de las universidades públicas y de múltiples organizaciones académicas y culturales.

Más allá de la grilla por la lucha entre los contendientes por la rectoría, surgirá la tentación de revisar la Ley Orgánica de la UNAM. En específico, la regla para la renovación del rector. La Ley Orgánica no es una ley más, sino el resultado de un acuerdo entre la comunidad académica más importante del país con el Estado: así como hay separación de las Iglesias y el Estado, la Ley ratifica la separación de las universidades públicas del poder público. El dilema es ¿si la designación del Rector de una comunidad de 400 mil integrantes debe corresponder democráticamente a una Junta de Gobierno integrada por 15 universitarios?

Conforme a la Ley corresponde a la Junta de Gobierno designar al rector de la Universidad. La Junta está integrada por quince personas nombradas por el Consejo Universitario, el órgano colegiado más importante de representación universitaria. Está integrado por el Rector, los Directores de Facultades, Escuelas, Institutos y Centros, representantes de profesores, de alumnos y de trabajadores. Por ello, en el delirio democrático que vive el país, es explicable que surjan voces que consideren que la designación del Rector a cargo de 15 personas es una aberración democrática.

A pesar de los afanes transformadores, el mecanismo diseñado en 1945, por las mentes más claras de aquel momento, una la del maestro Mario de la Cueva, ha sido suficientemente eficiente como para defender su pertinencia. El mecanismo que ha trazado la Universidad para la renovación de sus autoridades ha probado ser efectivamente democrático. La democracia no es únicamente la asamblea vociferante y la mano alzada, sino el debate, la auscultación, la confrontación, la revisión de antecedentes, la fama pública, la opinión de los interesados, la evaluación de la obra realizada.

En una comunidad de la cultura y del saber estos son los elementos que permiten la mejor decisión. Así lo ha probado la Junta de Gobierno, al grado de que existe una convicción generalizada entre universitarios, que admite prueba en contrario, de que la Junta de Gobierno no se equivoca en sus designaciones.

Otras disposiciones de la Ley Orgánica son obsoletas como la exigencia de que las autoridades universitarias, rector y directores de facultades e institutos sean mexicanos por nacimiento. Esta disposición ha impedido que notables universitarios ocupen cargos directivos. Disposición inentendible en un país abierto a la migración, en que es viable constitucionalmente la doble nacionalidad. Otra disposición que merece revisión es la edad límite para ocupa los cargos de autoridad incluyendo el del Rector que es de 70 años. Con este criterio el gabinete del gobierno federal no se completaría y si fuera juego de béisbol la 4T perdería por default.

Elegir al rector es cosa seria. Sería altamente preocupante que el método para su designación fuera equivalente a la consulta popular que tuvo lugar para cancelar un aeropuerto internacional.

Ex Abogado General de la UNAM.
@ DrMarioMelgarA

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