Nada me dio más gusto que ver el pasado 14 de enero al hoy presidente de Guatemala, Bernardo Arévalo -décimo mandatario desde el regreso de la democracia en 1985-, tomar posesión del cargo, junto a la señora Karin Herrera, vicepresidenta, luego de una lucha feroz contra las fuerzas corruptas que controlaban hasta ese momento el congreso, junto a las redes de tráfico y poder que dominan aún el órgano judicial, encabezado por el ministerio público.

La movilización social, nunca vista, se convirtió en el mejor instrumento de lucha de una sociedad cansada de tanta corrupción y desencanto, no digamos de una clase política, que no la hay, sino ante una oligarquía que no deja de creer que el país es una empresa, su empresa.

Dicha movilización tuvo como eje el recuerdo del expresidente Juan José Arévalo -padre de Bernardo-, quien gobernó entre 1945 y 1950, como parte de la llamada primavera democrática, junto al gobierno de Jacobo Árbenz (1950 – 1955), producto ambos de la llamada Revolución del 20 de Octubre de 1944, que se interrumpió con el golpe de estado a Árbenz por parte de los Estados Unidos. A pesar de la derrota, la fuerza de la historia reflejada en ese hecho está todavía hoy presente en la mente de los guatemaltecos y guatemaltecas, que vieron a Bernardo como el continuador de la obra.

Y no es para menos, pues lo que siguió en Guatemala fue una guerra de baja intensidad, con gobiernos militares, que se extendió por casi 4 décadas, donde murieron más de 200 mil personas y orilló a otros miles a desplazarse a México, especialmente, grupos indígenas. Alguien me dijo alguna vez que en Guatemala prácticamente cada familia había perdido por lo menos un miembro en esa guerra fratricida, parte el embate del ejército y policía nacional en contra de todo lo que oliera a comunismo, como parte de la guerra fría. Por eso, las izquierdas están prohibidas en Guatemala.

Y la fuerza de la historia también se hizo sentir el domingo 14. Por la mañana, en la sede del congreso, la saliente legislatura fraguaba su último plan golpista, al jugar nuevamente con la personería jurídica del movimiento Semilla, al cual la Corte de Constitucionalidad negaba -ese mismo día- amparo provisional, con la finalidad de no reconocerlos como bloque político, sino declararlos únicamente como diputados independientes, a fin de que no ocuparan cargos en la nueva junta directiva del organismo, ni

presidencias de comisiones, por disposición del reglamento interno. La idea entonces era dejar solo a Bernardo en la presidencia, sin fuerza ni representación en el congreso, el cual se convertiría -según ellos- en el poder fundamental en los próximos años.

Por la tarde, la acción de los nuevos diputados de Semilla, interrumpieron la conspiración, junto a los legisladores de la UNE, que sorpresivamente abandonaron al grupo opositor, y dieron al traste con la raquítica mayoría de GANA, que tuvo que ceder a las reformas que el nuevo congreso hizo a lo pactado por su antecesor, donde Semilla volvió a ser bancada política, con derecho a todo, por lo que se hizo de la presidencia del congreso.

Nuevamente, la movilización social, tanto de los pueblos indígenas, como grupos y organizaciones sociales, salía a las calles para defender su triunfo, tanto en el Congreso y Palacio Nacional, como en la Corte de Constitucionalidad y otros emblemáticos sitios, como el Complejo Cultural, Miguel Ángel Asturias, que alberga la mítica Sala Efraín Recinos, donde sería envestido, más allá de la media noche, el nuevo presidente de Guatemala. Si bien, el mensaje de Arévalo fue fuerte y claro para los ahora opositores, a fin de devolver el espíritu social y político a las instituciones y dejen de ser una red de corrupción, también fue conciliador para avanzar en los muchos temas sociales que aquejan a la población.

En ese sentido, la propuesta de construir una nueva Guatemala llegó a todos los grupos sociales: a la oligarquía, para que deje de serlo y piense en términos de país; a los grupos empresariales, para que dejen de pensar en Guatemala como una empresa, sino en una economía; a los legisladores, para construir un verdadero sistema político; al poder judicial, que tendrá que reformarse y depurarse si quiere sobrevivir y servir al verdadero pueblo guatemalteco y no sólo a los intereses particulares.

Para ello, en nuevo presidente cuenta con toda la fuerza de la historia y los diferentes grupos sociales que lo apoyaron y seguirán apoyando en sus esfuerzos por purificar al país, donde aún no se ha aprendido a vivir en democracia.

Otro amigo guatemalteco -que sigue de cerca los acontecimientos- me ha dicho con todo tino que el verdadero desafío de Bernardo es resistir los embates del sistema corrupto, pues si bien no pudieron destruirlo a la mala, tratarán de hacerlo a la buena, es decir, cooptándolo poco a poco, al igual

que a su gente, “pues lo que está mal en Guatemala no es la persona, sino el sistema corrupto que te atrapa como telaraña” -decía convencido-.

Me ha llamado mucho la atención la ausencia de la iglesia católica en todo este proceso de renovación de la sociedad guatemalteca, pues -que yo recuerde- siempre ha estado con los de abajo, por lo menos hasta 2013, cuando yo salí del país. No quiero pensar que también fue cooptada por la red maldita de intereses y corrupción, ya que me dolería mucho, teniendo siempre presente a aquel querido Obispo, Rodolfo Toruño Quezada, que tuvimos el buen tino de ir a saludar a la llegada de un nuevo embajador mexicano, con quien hicimos buena amistad e incluso iba yo de vez en cuando a oír sus sermones en catedral, pues estaban llenos de humanismo.

En una ocasión, don Rodolfo anunció a la feligresía que se iba a someter a una delicada cirugía, donde dijo muy tranquilo: “si sale bien, qué bueno; si no, mejor, igual me verán en misa por última vez”. Y así fue, su cuerpo fue objeto de un homenaje en catedral, donde se dio cita todo Guatemala.

Eso mismo podría aplicarse al gran reto que tiene Guatemala y el presidente Arévalo: “si sale bien, que bueno; si no, mejor, igual me verán en misa por última vez”, pues el pueblo no lo perdonaría.

Por ello, la fuerza de la historia en Guatemala podría ser también transformadora de su realidad.

Mario Alberto Puga

Politólogo y exdiplomático

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