Imagínese la final del futbol mexicano a la cual llegan los dos equipos más populares, adorados por sus fanáticos y odiados por sus contrincantes, desde donde se lanzan las más fuertes acusaciones, ofensas e insultos, que buscan -en algunos casos- desprestigiar simplemente a su enemigo y -en otros-, inhibir a los jugadores más destacados de cada lado, bajo sospechas de violencia familiar, acoso sexual y hasta delincuencia organizada y lavado de dinero para financiar sus campañas publicitarias. Todo ello, con el objetivo de calentar el encuentro final, a celebrarse este domingo 6 de junio.

El equipo rojo, azul y amarillo ha logrado amalgamar un conjunto lleno de ex estrellas del pasado -a falta de nuevos talentos-, con toda la experiencia en juego rudo, patadas y codazos, así como en jugadas maestras, como el túnel triple, que ha hecho famoso al chapito Peña para lograr sus escapadas por las bandas; el disparo de media y larga distancia que ejecuta aún el bolo Calderón, que ha dejado a muchos tirados en el campo; y la rabona clásica, que realiza con magistral engaño el chueco Zambrano, que finta con la izquierda, pero que remata al final con la derecha.

Por su parte, el cuadro guinda, con vivos en rojo y verde, depende casi todo su juego al astro tropical, el nene López, quien, gracias a su amplia experticia y conocimientos, da indicaciones a sus compañeros e, incluso, ordena los cambios, contrataciones y demás decisiones que considera necesarias para mejorar a su equipo, la mayoría de las veces sin tomar en cuenta otras opiniones. Su jugada favorita es la solitaria, donde no suelta el balón hasta anotar gol o bien, hasta que le cometen falta, pues es casi imposible arrebatarle la esférica, a la que se aferra con pasión y, a veces, con locura, que hace vibrar a sus muchos seguidores.

El árbitro del encuentro es un tal Lorenzo, mejor conocido entre los círculos más selectos de la calle de Florencia como “el magnífico”, por su afición a las bellas artes y al deporte de las patadas y mentadas -la política-, donde sus determinaciones -dice él- son vitales, no sólo para garantizar el juego limpio, sino para lograr el renacimiento de la sociedad mexicana. Sin embargo, sus credenciales son cuestionadas, especialmente por el equipo guinda, que lo considera parcial por sus más recientes omisiones, donde nunca vio manos, golpes, escupitajos, insultos raciales, así como faltas flagrantes de los equipos más poderosos de la liga, a los que ha salvado de perder el registro o de irse a la segunda división en diversas ocasiones. Por eso, su desempeño molestó en particular al nene López, quien lo cuestiona como un árbitro que favorece a los cuadros más ricos del campeonato y desdeña a las oncenas surgidas y apoyadas por el pueblo.

Por si fuera poco, el ambiente futbolero se enrarecía aún más por la presencia del crimen organizado en las principales plazas del país, al que también le gustaba el deporte, tanto, que eliminaba cualquier amenaza que representara algún jugador incómodo, ya fuera para ganar un partido o bien, para garantizar las jugosas ganancias provenientes de las apuestas clandestinas que establecían con bandas rivales. Durante todo el torneo, y hasta antes de la final, el número de jugadores muertos sobrepasaba los 80, sin que ninguna autoridad se preocupara por ello, pues era parte del paisaje cotidiano de una sociedad sin compasión, que había perdido también su capacidad de asombro ante la violencia galopante.

Días antes del encuentro final, Lorenzo “el magnífico” sacó varias tarjetas de la manga, a través de las cuales cambió algunas reglas del juego, dizque para tener el campo parejo. Prohibió las paredes entre más de dos jugadores, con el afán de romper alianzas perversas, las que sólo se podrían hacer tres veces por partido, es decir, únicamente el 8% del tiempo que, en términos futboleros, implicaba romper el juego de toque del equipo guinda. De igual manera, inhibió del juego final al mejor compañero del nene López -el toro Salgado-, por no haber presentado a tiempo las alineaciones del partido. Luego, amonestó al propio nene López por hablar demasiado, pues le molestaba el tonito tropical y, en general, todo acento provinciano de los cuadros no capitalinos, lo que condicionaba de entrada sus arbitrajes.

Del otro lado, el equipo rojo, azul y amarillo vitoreaba a Lorenzo, pues lo consideraba un árbitro justo, ya que nunca le había sacado una tarjeta, ni expulsado a algún jugador y protegía su juego rudo y jugadas mal intencionadas, además de alentar la compra de goles y hasta marcaba penaltis a su favor, pues igual tenía cooptado al VAR, que inventaba faltas en momentos difíciles para el equipo. Su estrategia para este partido era confundir a los contrarios -aunque también a sus seguidores-, con uniformes multicolores que, con el sol, parecían por momentos rojos, luego azules y hasta amarillos, a fin de dar la apariencia de que eran más jugadores en el terreno de juego.

Los entrenadores de cada equipo también exhortaban a los suyos a la violencia, por lo menos verbal. Por un lado, el zorro Quezada, famoso por usar botas vaqueras y su léxico siempre lleno de insultos, insistía en el juego ofensivo, sin reparar en las consecuencias, pues decía que, de esa forma, inhibiría cualquier contragolpe del nene López.

Por el otro, don Porfidio (con d), conocido como el camaleón Lerdo -debido a que había militado en todos los equipos de la liga-, incitaba a sus pupilos a contestar el juego rudo a base de amor y abrazos, es decir, agarrarlos a mordidas para luego asfixiarlos con las manos. El duelo verbal entre ambos estrategas era otro atractivo de la competencia, pues cuando sus equipos empataban, acostumbraban dirimir el triunfo moral a través de una competencia de albures, que era calificada por especialistas destacados del barrio, como el chino Rosas, la negra Sentíes y el Aniceto Rosado.

Desde las tribunas y canales de televisión, la mayoría de comentaristas y analistas pedían a la afición -de manera desesperada- que apoyaran a los rojo-azul-amarillos, a fin de recuperar el campeonato que les había sido arrebatado en las últimas temporadas por el equipo del pueblo -como se conocía también a los guinda-roji-verdes-, pues no soportaban que una muchedumbre empoderada retuviera el titulo por más tiempo.

Por fin, el esperado día llegó y desde temprano el coloso de Santa Úrsula se empezó a llenar, pues las autoridades de salud habían dado luz verde para que se jugara a estadio lleno, ya que la famosa curva de la pandemia finalmente había bajado, lo que tenía loco de contento al Dr. Matel, quien desde la mañana ingresó al terreno de juego sin cubrebocas, pero bien acompañado.

Llamó la atención que las porras y barras bravas de cada equipo tomaran los mejores lugares cerca del campo -frente a frente-, donde colocaron cuchillos, palos, piedras, resorteras, hondas y hasta lanzas y flechas que -dijeron- eran parte de su atuendo futbolero, permitido por autoridades de la federación, en aras de un todavía malentendido liberalismo deportivo, donde se privilegiaba la innovación y el ingenio mexicano.

Hasta arriba, con el fin de no llamar la atención, la delincuencia organizada se cubría el rostro con tapabocas N-95 y lentes obscuros, a fin de no ser reconocidos por las fuerzas de seguridad, ni por las cámaras de televisión, siempre en busca de descubrir novedades, incluso en las tribunas más lejanas. Buena parte de sus lugartenientes venían armados hasta los dientes y algunos habían introducido armas largas y hasta una bazuca de largo alcance -disfrazada de porrista- y con proyectiles en forma de balón, por si la ocasión lo merecía.

En medio de las tribunas había quedado la verdadera afición futbolera, que veía el juego sin fanatismos y que, junto a familiares y amigos, esperaba un juego limpio, honesto, transparente y de calidad, ganara quien ganara, pues lo importante para la democracia futbolera, al igual que en el sexo -decían con cierto humor-, era que gozara tanto el de arriba, como el de abajo -y a veces hasta el de en medio, agregaban otros-. Cuando salieron los equipos al campo, la real afición se puso de pie y empezó a cantar el himno nacional, que fue entonado entonces por todo el público, en una muestra de unidad.

Acto seguido, la voz del estadio se escuchó a todo lo largo y ancho del estadio, pero también de todo México -que seguía el encuentro por radio y televisión-, invitando a los de arriba y los de abajo a entregar sus armas y a moderar su lenguaje, de lo contrario el partido sería suspendido por falta de garantías. Sin excepción, porras, barras y delincuencia organizada se deshicieron de sus juguetes y, dispuestos, se acomodaron para disfrutar de la fiesta más grande de México, ya sin rencores, aunque con los colores bien puestos.

Esa, estimado lector, es la tragedia de este proceso electoral 2021: no hay una voz reconocida y respetada por todos, ni siquiera el INE, el TE o el mismo AMLO, mucho menos los partidos políticos que han cambiado sus propuestas por insultos, sus convicciones en acusaciones, sus colores por manchas desteñidas por el tiempo y su historia por aventuras intrascendentes.

¿Cuándo entenderemos que el verdadero enemigo de la democracia y de México es la violencia? que, por lo visto, también se ha apoderado de la narrativa electoral, de sus instituciones y sus actores.

“La violencia, sea en la forma en que se manifieste, es un fracaso”, dijo alguna vez Jean Paul Sartre.


Politólogo y ex diplomático

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