Por más discursos oficiales sobre estabilidad, el 2026 se perfila como un año turbulento y retador para México. Las señales están ahí: un crecimiento económico que no despega, presiones fiscales inminentes, un clima político enrarecido y una agenda internacional que agrega más tensión que certidumbre.

Los pronósticos de crecimiento son el primer campanazo. Las estimaciones apuntan a que, en el mejor de los casos, la economía podría avanzar apenas 1%. Ese número, que ya de por sí es insuficiente para un país de nuestras dimensiones, podría deteriorarse conforme avance el año. El problema es que el gobierno ya no tiene “guardaditos”, ni fondos de estabilización, ni espacio fiscal para compensar la falta de dinamismo económico. El déficit es elevado, la deuda va al alza y la recaudación no crece al ritmo necesario, máxime que si la economía no crece la recaudación tampoco.

Y cuando el dinero no alcanza, la presión se traslada al contribuyente. Vienen medidas de fiscalización más agresivas, auditorías más frecuentes y un foco directo en los contribuyentes cautivos, mientras la evasión, la informalidad, el contrabando y las redes de factureras siguen operando en amplios márgenes. La lógica es simple: exprimir a los que ya pagan, en vez de combatir a quienes nunca lo hacen.

Sobre ese entorno se superpone el factor político, quizá el más delicado. Las reformas al Poder Judicial, los cambios al juicio de amparo, la incertidumbre sobre los criterios que adepte la nueva composición de la Suprema Corte y la eliminación de organismos autónomos ha generado desconfianza en los inversionistas. La percepción es clara: si no hay garantías jurídicas, no hay inversión. Y sin inversión, el crecimiento se paraliza. México no puede aspirar a volverse destino atractivo mientras envía señales ambiguas sobre el respeto a la ley, la autonomía judicial y las reglas del juego económico.

A ese panorama interno se suman presiones externas: la revisión del T-MEC, la tensión creciente entre Estados Unidos y las medidas tomadas en el pasado que percibe violatorias (en materia aeronáutica, energética, maíz trangénico, fiscales, etc.), la persistencia de conflictos internacionales como Ucrania y una región latinoamericana que vuelve a encender focos rojos, con Venezuela al borde de una nueva crisis. Todo esto en un año en el que México será vitrina global rumbo al Mundial, escenario que podría mezclarse con protestas internas motivadas por agendas pendientes: ley de aguas, minería, tensiones laborales y temas ambientales.

La administración de Claudia Sheinbaum, enfrenta un reto enorme. Si la apuesta sigue siendo ideológica y de confrontación, las posibilidades de crecimiento se desploman. Pero si el gobierno decide abrir espacio a la iniciativa privada, al mercado, fortalecer el Estado de derecho y brindar un clima real de seguridad jurídica, aún puede contenerse el deterioro.

Existen rutas posibles. La iniciativa de la Ley de Infraestructura para el Bienestar, por ejemplo, podría convertirse en una herramienta para detonar inversión público-privada, siempre que se aplique con reglas claras y sin discrecionalidad.

El verdadero desafío del 2026 es desmontar la incertidumbre. Si no se garantiza estabilidad jurídica, respeto a la Constitución y condiciones atractivas para la inversión privada, el país seguirá atrapado en un crecimiento raquítico. México tiene potencial para más, pero mientras prevalezcan las reformas regresivas, la confrontación y la erosión institucional, el techo será bajo.

El 2026 está por comenzar, y con él, una gran oportunidad para privilegiar la sensatez y la capacidad de rectificación del Estado mexicano. Porque este país —urgentemente— necesita certeza y seguridad jurídica. Y sin ella, no hay desarrollo posible.

Experto en derecho constitucional, fiscal y administrativo y socio de Santamarina y Steta

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