En México, la injusticia no distingue. Atraviesa nacionalidades, géneros, clases sociales. Pero sabemos bien que el riesgo recae con más fuerza sobre ciertos cuerpos. Muy a menudo, sobre los de las mujeres.

El caso de Florence Cassez e Israel Vallarta, que hoy vuelve al centro del debate público, es quizás uno de los ejemplos más brutales y vergonzosos de cómo el sistema judicial fue utilizado para sostener una narrativa de poder, sacrificando derechos y vidas reales.

Lo que ocurrió no fue justicia: fue teatro. Una escenificación burda orquestada desde las más altas esferas del poder, encabezada por Genaro García Luna —hoy preso en Estados Unidos— y respaldada por medios, jueces, ministerios públicos y una clase política dispuesta a todo por sostener una ficción. Florence fue la “culpable perfecta”, e Israel, rehén de un castigo sin sentencia. ¿Quién más participó, directa o indirectamente, en convertir un proceso judicial en propaganda de Estado?

A Florence se le negó el debido proceso, se le ocultó de su embajada, se le juzgó por su carácter, por no ser la mujer sumisa y arrepentida que se esperaba. Se necesitaba un símbolo de eficacia, aunque fuera falso. Mientras tanto, mujeres mexicanas fueron usadas como víctimas en una narrativa construida para el espectáculo. ¿Se les protegió? ¿Se les hizo justicia? No. Solo fueron piezas en una historia útil al poder.

Israel pasó casi 20 años preso sin sentencia. No defiendo ni acuso: exijo garantías mínimas. Un sistema que no puede resolver la culpabilidad o inocencia en dos décadas es un sistema fracasado.

Lo más grave no fue solo la posible fabricación de culpables: fue el uso político del dolor humano. Cuando la justicia se convierte en propaganda, todas las personas se reducen a roles funcionales. Se pierde la verdad. Se pierde la dignidad.

Y no se trata solo de Florence. Se trata de todas nosotras. De las mujeres que somos juzgadas por cómo hablamos, cómo nos vemos, por no encajar en estereotipos. De una justicia que aún opera con sesgos de género profundamente arraigados.

Hoy, como diputada federal y como mujer, no puedo ni quiero quedarme callada. Este caso representa el espejo más cruel de lo que no puede repetirse en nuestro país.

México vive una nueva etapa. Una etapa encabezada por la primera mujer presidenta, Claudia Sheinbaum Pardo, quien ha sido clara: este caso no debe olvidarse. Coincido plenamente. Porque recordar es la única forma de transformar. Y porque no habrá justicia verdadera si no se enfrenta el pasado con valentía.

Por eso hoy, con firmeza, respaldo a la presidenta Sheinbaum y su compromiso con una justicia real: sin montajes, sin venganza, sin discriminación. Una justicia que responda a principios, no a intereses.

Como legisladora, abogada, feminista y mexicana, alzo la voz por quienes fueron víctimas de esa maquinaria perversa y por todas las personas que hoy siguen esperando una audiencia, una sentencia, una respuesta.

La transformación de México también exige una transformación profunda del sistema judicial. Y eso es urgente. Porque nuestras vidas no son utilería política.

Son vidas. Y merecen justicia con verdad, con memoria, con dignidad.

Diputada federal, LXVI Legislatura

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