El debate en torno a la existencia del terrorismo o narcoterrorismo en México ha tenido diferentes momentos de algidez. En 1992 se registraron los primeros eventos en los que se utilizaron coches bomba y en donde las investigaciones evidenciaron que se trataban de atentados contra líderes de grupos de narcotráfico, perpetrados por un grupo rival. A partir de 2008 este tipo de actos no solo se presentaron con mayor frecuencia, sino que la naturaleza de sus objetivos se diversificó, como muestran los atentados con granadas contra funcionarios de seguridad pública en el primer semestre de 2008; la detonación de al menos 8 autos-bomba en diferentes eventos de julio de 2010 a junio de 2012; la explosión de dos granadas de fragmentación durante las celebraciones del día de la Independencia, en Morelia y el incendio provocado en un casino ubicado en Monterrey, el 25 de agosto de 2011, estos dos últimos calificados como actos terroristas en declaraciones de políticos y funcionarios, y del propio presidente en el caso del Casino Royale.

Durante los años posteriores continuaron los atentados con coches bomba y otras expresiones de violencia asociada a la delincuencia organizada, que es un problema que nada ha cambiado y que, al contrario, nos deja nuevos hechos que han provocado pérdida de vidas inocentes y terror en la población. Como ejemplo de ello, la agresión contra civiles en Reynosa, ocurrida el pasado mes de junio y otros eventos menos mediáticos, pero igual de lacerantes; muchos de ellos documentados por Causa en Común en su informe de atrocidades. A ello se suma lo ocurrido el pasado domingo en Salamanca, Guanajuato, donde un empresario y el gerente de un restaurante recibieron un paquete explosivo que aparentaba ser un regalo y que estalló arrebatándoles la vida e hiriendo a más de una decena de personas.

A pesar de los eventos descritos, que por supuesto no son los únicos que han ocurrido provocando terror a la población, no se ha planteado una definición de esta técnica violenta que tenga repercusiones de política pública o incluso legales. Si bien no existe una definición de terrorismo aceptada de forma generalizada por la comunidad internacional, existe una concepción tradicional que ha sido utilizada por los expertos en la materia. El terrorismo es esencialmente violencia psicológica que utiliza a la violencia material como vehículo. Es violencia cometida para causar terror en otros, y que además contempla una motivación política o ideológica.

Sin embargo, las perspectivas con que los expertos evalúan y miden a esta clase de violencia ha evolucionado. El Índice Global de Terrorismo indica que, para clasificar un incidente como ataque terrorista, además de ser un ataque intencional, el acto violento debe haber sido cometido para causar terror, presión psicológica, y trasmitir un mensaje a una audiencia más amplia con el fin de conseguir una meta que puede ser política, religiosa, económica o social. Como el caso de Guanajuato en el que fue realizada para causar terror, al mandar una señal clara a otros establecimientos por el cobro de derecho de piso. Pero para no caer en imprecisiones, coincido con el término usado por Mauricio Meschoulam, al catalogar estos como actos de “cuasi-terrorismo”, o como lo dice Brian Phillips, “tácticas terroristas” empleadas por organizaciones criminales.

Independientemente de cómo se nombre, es intolerable que estos actos como los aquí mencionados, en lugar de despertar a la sociedad y volverla exigente con las autoridades, permanezca dormida e inerme. La incertidumbre de la definición que se da a esta violencia va más allá de las palabras. Vemos una displicencia del gobierno frente a todo lo que significa crimen organizado y eso solo exhibe la impunidad y genera alicientes para que siga ocurriendo. Debemos exigir que el Estado actúe, retome el control del uso de la violencia legítima o seremos cómplices de los abrazos para los delincuentes y los balazos —y bombazos— para el pueblo.

(Colaboró Angélica Canjura)

Presidenta de Causa en Común