Hay un silencio que recorre México. No es el de las calles vacías, es un silencio más hondo, el de instituciones que deberían cuidarnos, pero que han sido olvidadas. Un silencio que se escucha en las puertas oxidadas de academias sin estands de tiro, en las oficinas donde no existe un catálogo de puestos, en los cuarteles donde los policías se preguntan si mañana tendrán equipo, si tendrán respaldo o contarán con quién los cuide cuando ya no puedan cuidarnos.

Ese silencio es el que revela el Índice de Transparencia sobre el Desarrollo Policial (http://bit.ly/4izFjIh). No es solo un informe técnico, aunque esté lleno de cifras. Es un informe sobre lo que las policías dicen de sí mismas, y por eso es también un diagnóstico sobre la transparencia, o la falta de ella. Pero es, sobre todo, el retrato de un país que decidió olvidar a sus policías y al olvidarlas a ellas, se olvidó a sí mismo.

Porque la ley dice una cosa y la realidad dice otra. La ley habla de carrera policial, de profesionalización, de disciplina, de control del uso de la fuerza, de seguridad social. Sin embargo, la realidad habla de ausencias, de vacíos, de renuncias; habla de un desarrollo policial que, con el tiempo, dejó de existir.

Las policías estatales pierden más personal del que reclutan. No es casualidad. ¿Qué institución retiene a quienes no tienen ascenso, no tienen concursos de promoción, no tienen claridad de funciones, no tienen edad de retiro, no tienen futuro? Las jerarquías que alguna vez se diseñaron se han ido desdibujando.

Las academias, esas que deberían ser semilleros de vocación, están incompletas: les faltan estands de tiro, casas tácticas, pistas de manejo, servicios médicos. Formamos policías como si fueran objetos desechables; les exigimos valentía cuando lo que les ofrecemos es escasez.

En las áreas disciplinarias, la historia no es distinta. Donde debería haber prevención, hay protocolos ausentes; donde debería haber supervisión, hay inspecciones insuficientes; donde debería haber participación ciudadana, hay puertas cerradas. La disciplina que debería sostener a las instituciones se ha vuelto un edificio sin cimientos.

La seguridad social, sin embargo, es quizá el rincón más oscuro. Policías que salen a la calle sin seguro de riesgos. Familias que, si el peor día llega, no tienen respaldo funerario. En un país donde la violencia se mide en miles, quienes enfrentan esa violencia no tienen garantizado ni lo mínimo.

La certificación también se ha vuelto una ficción, un proceso que debería dar certeza, pero que solo revela simulación. Además, el uso de la fuerza, ese capítulo importantísimo, tampoco se evalúa con rigor, ya que faltan protocolos, faltan manuales, falta entrenamiento y falta equipo; y lo peor, falta transparencia.

Cuando miramos la perspectiva de género, descubrimos otra historia de abandono. Pocas guarderías, pocas salas de lactancia, mujeres relegadas a lo administrativo. El país que les exige estar en la primera línea, al mismo tiempo las empuja a la última fila.

Todo esto no es una suma de fallas. Las policías mexicanas no son deficientes por accidente, fue una decisión política. Fueron arrinconadas mientras la militarización avanzaba para ocupar su lugar, no porque fuera mejor, sino porque era más fácil llenar el vacío que enfrentar la reconstrucción. No obstante, reconstruir es posible, y empieza por decir la verdad.

Este índice es una rendija de luz; una hoja de ruta que nos recuerda que la seguridad no se edifica con discursos, sino con instituciones vivas y dignas, con policías que tengan un futuro en un país que no las deje solas.

Porque un país que olvida a sus policías se olvida a sí mismo. Y México —este México que aún resiste— merece mucho más que eso. (Colaboró Asael Nuche González)

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