Nos enseñaron que la Constitución es la ley fundamental en la que se establece la forma de Estado que habrá de ser nuestro país (central o federal), la forma de gobierno (monarquía, república, sistema parlamentario, etc., incluso el autoritarismo). Nuestra Constitución es la ley en la que se establece la división de poderes y los derechos fundamentales de cada uno de los ciudadanos, cuya actualización construye en el país un Estado constitucional y democrático de Derecho. Don Manuel Herrera y Lasso nos recuerda en su libro Estudios Constitucionales que ahí radican los límites del poder público: “Otórguense, amplias facultades al Estado… pero siempre con el inviolable ‘hasta aquí’ de una adecuada barrera constitucional que preserve las libertades.”

Uno de los grandes problemas internos que ha sufrido México, a veces hasta ser motivo de guerras civiles, ha sido precisamente la Constitución y la defensa de los derechos que consigna. Le hemos dado más valor a lo dicho, particularmente a lo escrito, que a los hechos o que a la misma realidad. Lo cierto es que durante todo el siglo XIX, para citar un ejemplo, es decir, prácticamente los primeros cien años de nuestra independencia, se nos fueron en luchas internas que tuvieron como justificación la reforma de la Constitución. Nuestra Ley fundamental refleja nuestras causas, pero también nuestros complejos y nuestras sospechas, además ha legitimado cualquier cantidad de barbaridades públicas.

La Constitución ha sido golpeada directamente al corazón de las tres columnas que sostienen la División de Poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Cada golpe es una amenaza a la paz y al Derecho. Por ello, si algún deber con la patria tenemos las autoridades o quienes formamos parte de esta división de poderes es la de cuidar la Constitución.

La Constitución Mexicana debe preservar el orden, la libertad y debe servir para construir el bien común a través de la generación de condiciones para que este bien colectivo se construya.

La transición democrática que intenta borrar este gobierno fue y ha sido motor y soporte del estado democrático y constitucional del Derecho. Quizás lo que nos ha faltado es desarrollar lo que Peter Häberle señala como elemento importante del Estado: la Cultura Constitucional. Esta cultura debe enseñarse y promoverse, debe ser algo de lo que cada mexicano esté consciente, orgulloso, y que genere enorme respeto. De lo contrario, estaremos a expensas de la interpretación que de la Constitución haga un solo hombre o un solo poder y, entonces, ni la democracia ni el federalismo serán posibles.

La Constitución Mexicana obtiene su fortaleza de todos y cada uno de los artículos que la componen, como por ejemplo el propio artículo 1º, en los órganos autónomos previstos para generar un robusto estado de Derecho, pero adolece también de la debilidad que implica el constante golpe de los poderes a la misma Constitución, a través del ataque a la división de poderes, de la comisión de errores, de actos que son claramente contrarios a la Constitución y también de reformas que no dan certeza jurídica y que provocan su inestabilidad.

A los mexicanos nos caracteriza una particular obsesión por reformar nuestra Constitución. En estos últimos 10 años, se han reformado más de 225 artículos de los cuales al menos 45 artículos son de estos últimos 3 años. Es francamente ridículo. Habría que pensar seriamente en no hacer ninguna reforma más en estos años y cuidar la estabilidad de la Constitución.

Las reformas a la Constitución deberían ser excepcionales. Los principios que salvaguarda deben ser el eje fundamental del Estado y no del gobierno en turno. Como diría Ronald Dworkin, la constitución debe entenderse como el documento fundamental y no como un depósito de caprichos y prejuicios.

Diputada federal