Basta repasar someramente su trayectoria pasada y presente, para que Donald Trump destaque como un político despreciable.

Donald Trump es un mentiroso empedernido. Desde el día de la elección declaró una mentira tras otra tanto durante, como después de finalizar la votación: “Si se cuentan los votos legales, yo gano con facilidad. Si se cuentan los votos ilegales, ellos pueden tratar de robarnos la elección.” Más allá de que no existe una categoría que considere “votos ilegales” y no existe tampoco evidencia significativa sobre votos fraudulentos (esto último es extremadamente raro en los comicios de los Estados Unidos en más de un siglo). Un estudio de 2017 indica que la tasa de incidencia es menor al 0.0009%. Los resultados de este 4 de noviembre han favorecido a Joe Biden por un margen de 5 millones de votos y de 290 votos del colegio electoral (cuando bastan 270 para ganar). No obstante, Trump declaró: “Iniciando el lunes (antier), nuestra campaña comenzará a defender nuestro caso en las cortes, para asegurar que las leyes electorales sean respetadas escrupulosamente y el genuino ganador (rightful winner) sea reconocido”. Después añadió: “El pueblo estadounidense merece una elección honesta, lo que significa contar todos los votos legales y no contar los votos ilegales.” La lista de mentiras es larga y versa sobre muchos temas. EL año pasado señaló que la energía eólica producida por las hélices que mueve el viento, provocaba cáncer. ¡Y lo que ha dicho sobre los remedios caseros para la pandemia y el “virus chino”! La lista es interminable. Risible, si se quiere.

Menos risible, en cambio, es su profundo y enraizado racismo, heredado de su multimillonario padre, Fred Trump, cuyo dinero fuera el origen de su propia fortuna. Fred fue arrestado en una ocasión en un mitin del Ku Klux Klan, y se ha difundido que fue simpatizante de Adolfo Hitler. Ya en el negocio de los bienes raíces, hacia 1973, padre e hijo fueron sujetos a un juicio por negarse a rentar propiedades a clientes afro-estadounidenses. Donald se ha referido a países africanos como “agujeros de mierda” (shitholes). También se ha referido a los mexicanos como “violadores”, en contraste con la manera de dirigirse a miembros de asociaciones neonazis, como “muy finas personas”. Sobre los mexicanos, sus observaciones con referencia a la construcción del “gran muro” prometido en la campaña de 2016, Trump declaró: “Cuando México envía a su gente, no nos envía a los mejores. Ellos nos envían gente que tiene muchos problemas, y ellos (los migrantes) nos traen esos problemas consigo. Nos traen drogas. Nos traen delitos (crime). Ellos son violadores, y algunos, supongo, son gente buena”. ¡Vaya concesión! Tiempo después, ante críticas sobre las declaraciones anteriores, Trump recalcó: “No puedo pedir perdón por la verdad. No tengo problema en pedir excusas, pero no puedo pedir perdón por decir la verdad. He dicho que una tremenda cantidad de delitos llegan por la frontera. Todos saben que es la verdad. Y que sucede todo el tiempo. Y entonces, cuando lo menciono, de pronto soy un racista. ¡No soy racista! No tengo un solo hueso racista en mi cuerpo”, afirmó. Esta última frase, por cierto, entra cómodamente dentro de la categoría de mentira.

Además de su proclividad a mentir y su racismo probado, hay que añadir a su perfil su profunda simpatía hacia la clase adinerada y su desprecio hacia los pobres. Durante su presidencia, el cambio económico de mayor significación fue el relativo a las leyes fiscales, que redujeron la tasa de impuestos para las 400 familias de mayores ingresos a un 23%, mientras la mitad más pobre de los Estados Unidos

paga el 24.2%. Trump conoce bien el tema de reducir impuestos a los ricos. Él, multimillonario, pagó 750 dólares de impuestos en EU en 2016 y también en 2017 (no así en el extranjero). ¡Vaya una buena tajada de ahorros! Y conoce de lo que significa mantener pobres a los pobres. A través de su negativa a elevar el salario mínimo, éste se ha congelado en 7.25 dólares la hora desde 2009. El caso de la reciente elevación del salario mínimo en Florida (su bienvenida duplicación) posiblemente tuvo que ver con la elección de este año.

Y Donald conoce bien sobre el tema fraude. Su anterior abogado personal, Michael Cohen, realizó (según fuentes periodísticas) pagos ilegales a una reconocida artista porno, Stormy Daniels, y a Karen McDougal, para encubrir sus aventuras con ellas. A Cohen, chivo expiatorio, le dieron una sentencia de tres años de prisión por haber realizado un manejo ilegal de dinero en efectivo. Por otra parte, la escritora E. Jean Carroll le ha acusado de violación; de manera que probablemente se pueda añadir misoginia a su carácter racista. Y ha habido muchos más incidentes de fraudes en su vida pública. Donald fue obligado a pagar 2 millones de dólares por uso ilegal de fondos para caridad, así como la cancelación forzada de la Fundación Trump. Así mismo, el Abogado General del estado de Nueva York lleva adelante una investigación acerca de si detuvo ilegalmente demandas de prestamistas y autoridades de hacienda sobre sus finanzas.

Más allá de estas jugarretas privadas, acaso el peor delito de Trump hacia la humanidad haya sido su defensa a ultranza de los grandes intereses de las empresas petroleras globales, al echar hacia atrás más de 70 medidas federales de defensa del ambiente implementadas por la administración de Obama. No en balde Obama ha sido uno de los blancos preferentes de sus críticas (Obamacare, en primer término), y otras mentiras, como su afirmación de haber nacido en África (recordemos, un sitio plagado de shitholes)

El problema de explicar cómo ha podido Trump “salirse con la suya” hasta hace poco, debe partir del hecho de que los EU no son una democracia. Entre los cuatro componentes del gobierno federal, solamente la Cámara de Diputados depende de conquistar el voto mayoritario. La presidencia se determina por la vía de un Colegio Electoral indirecto, no democrático, que asigna votos por estado, favoreciendo a los estados “rojos” (republicanos).

Hace cuatro años la candidata demócrata Hillary Clinton recibió 65,853,514 votos y Trump 62,984,828; pero ¡Oh sorpresa!, Trump ganó la presidencia en el Colegio electoral por 306 votos contra apenas 232. De manera semejante, el Senado de 2016 se constituyó con una minoría de votos republicanos (40,402,790) y una mayoría de votos demócratas (51,496,682), ¡casi 11 millones de diferencia! No obstante, los senadores republicanos electos resultaron ser 52 y los demócratas sólo 46. Entonces, un Presidente y un Senado, derrotados por el voto popular, han dirigido una política proteccionista primitiva, una política fiscal en favor de los más ricos, una política ambiental casi criminal y han desprotegido derechos sociales de la mayorías. ¿La cereza de su pastel? El señor Trump ha logrado encumbrar a la Suprema Corte a tres nuevos miembros conservadores, de nueve en total. La última, Amy Barret, en un abuso evidente de autoridad, derivado de la muerte de la jueza Ruth Bader Ginsburg, vieja luchadora por la equidad de derechos de la mujer, es decir, una antítesis de su reemplazo y del muy fino inquilino de la Casa Blanca.

Este año las cosas han sido sólo ligeramente diferentes. Con casi 76 millones de votos emitidos por el partido demócrata y 290 votos electorales, Biden ganó la presidencia. No obstante, es muy probable que, pese a contar con mucho menos votos populares que los demócratas, los republicanos retengan el control de Senado. En tal caso, dado el dominio que tienen en la Suprema Corte y en muchos juzgados estatales, bloqueen efectivamente los programas de reformas de Biden, dejando a este un margen de maniobra muy pequeño. La profundidad de las tres crisis entrelazadas, la de la pandemia, la económica y la ambiental, exigen una enérgica intervención estatal, a riesgo de profundizar la crisis social y las protestas populares, como indica el movimiento Black lives matter. Las elecciones para dos asientos al senado en Georgia, durante enero, representan una tenue luz a través del túnel, pues podrían destrabar los bloqueos si fuesen conquistados por los demócratas.

Sea a pesar de su asombroso legado de polarización (o debido a él), Trump alcanzó el notable número de 71 millones de votos (47.7% de los votos al momento de escribir). ¿Por qué? El “trumpismo” estaba allí, hay que decirlo, mucho antes de que Trump llegara a la presidencia. Y le sucederá. El núcleo duro de su base social lo constituyen grupos evangelistas que votan por los republicanos esencialmente porque están en contra del aborto, y tienen a líderes religiosos extremistas como Franklin Graham y miembros de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Es este un bloque homogéneo, poderoso e inamovible. Otro grupo numeroso de pequeños comerciantes y empresarios, en particular de origen cubano-estadounidense o en entornos rurales, ven a los demócratas como socialistas y nunca votarían por ellos (lo que explica la retórica de Trump para reforzar ese mito). Igualmente, acaso la mayoría de votantes blancos de baja educación (que son muchos millones) comparten el sesgo racista de la refinada persona todavía en la presidencia.

En cuanto a los demócratas, ellos han adoptado en décadas pasadas, progresivamente, una política asociada a la “identidad” de grupos específicos: feministas, minorías pro demandas verdes, demandas culturales, por la eliminación de deudas educativas; lo que les ha alejado (como en todo el mundo) de la política de clases. Esto último abrió la puerta a los republicanos para cooptar el apoyo de sectores de la clase trabajadora urbana desplazada y precarizada por la globalización, a quienes va dirigido, particularmente, el grito de “Make America Great Again”. Esto, pese a que se le apuñala por la espalda en términos de la política social. No obstante, incluso esta humillación, parece venir del extranjero. En este sentido, existe un cierto paralelismo con la Alemania de los años veinte, caldo de cultivo del nazismo. El paralelismo no es directo, puesto que el deterioro ha sido paulatino y no producto de una derrota militar devastadora; pero el deterioro social está allí (agudizado por la pandemia) y la búsqueda de culpables y salidas demagógicas encabezadas por héroes aparentemente antisistema, también. Dicho de otra forma, la base social de Trump no sólo apoyará a rajatabla a la oposición republicana a no cooperar con Biden, sino que puede retornar en cuatro años con Trump, o alguna otra pesadilla parecida.

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