El Presidente Biden tiene frente a sí un reto enorme, semejante al planteado por la Gran Depresión de los años treinta. El mundo respiró con algún alivio cuando Biden superó a Trump en las elecciones de noviembre, pero la crisis sigue allí. Trump no fue la causa de la mayor parte de los problemas estructurales de los Estados Unidos cuando llegó al poder, aunque sí se empeñó y logró volverlos más graves. El propio Biden hizo un recuento de las crisis simultáneas: la pandemia, la economía, el calentamiento global, el ataque democracia. Todo ello supone reformar el sistema de salud, reparar la desigualdad extrema, sustituir la energía sucia, combatir el racismo estructural. Es muy temprano para saber si Biden podrá avanzar en resolverlos, pero en caso de no ser así los EU se encamina hacia una crisis social sin precedente. En México, las crisis de 1976 y 1982 condujeron al régimen de Salinas y la imposición de un neoliberalismo duro. La respuesta no fue un levantamiento popular sino una degradación de la vida cotidiana asociada al crecimiento de la desigualdad, una violencia masiva ligada al enorme desarrollo de los carteles y la droga. Esto último condujo a la desaparición de facto de las distinciones entre narcos, policías y militares en algunas zonas del país. En EU, la crisis conlleva el riesgo de una degradación semejante de la vida social, o a algo desconocido, no previsto. Por su carácter imperial en el mundo, buena parte del planeta sufriría las consecuencias.

La crisis económica actual tiene su origen en la recesión mundial de 1973-1975. Entre 1947 y 1973, los EU y buena parte del mundo vivió tasas de crecimiento económico relativamente altas. En México, fue el periodo del llamado “desarrollo estabilizador”. En EU, las tareas de reconstrucción europea, con el Plan Marshall, el programa espacial, la guerra a la pobreza interna y la expansión de la hegemonía estadounidense al resto del mundo enmedio de la guerra fría. Después de 1973-1975, las tasas de crecimiento global bajaron a la mitad, adonde permanecen en la actualidad, a excepción de China y parte de Asia, que crecieron mucho más rápidamente. En México se recuerdan con asombro las crisis iniciales de 1976 y 1982, inicio de la noche obscura de los ochenta en toda América Latina. A muchos líderes de América Latina se les echó en cara la responsabilidad de la caída en el crecimiento, desde López Portillo hasta Carlos Andrés Pérez o Pinochet. Lo cierto es que las tasas de crecimiento no se restablecieron. América del Sur tuvo un repunte en los años 2000, gracias a la demanda de materias primas asociada al crecimiento chino, pero tras la crisis del 2008-2009, este se ha desvanecido. Se produjo la inesperada transición entre un Lula y un Bolsonaro.

Ahora bien, la actual tendencia al lento crecimiento global ha causado serios problemas para las élites en el poder, así como para las clases medias y para los de abajo. En muchos países, las clases medias se han encogido brutalmente y la polarización social se ha vuelto extrema. Veamos el caso de los EU. Los de arriba son una pequeña capa, no más de 1% de la población. En la cima, los 788 billonarios que tienen una fortuna de más de mil millones de dólares cada uno, y colectivamente eran dueños de una riqueza equivalente a 3.4 trillones de dólares en 2019. Disponer de un millón de dólares ya no alcanza para ser alguien importante en los negocios o en la política en los EU. Ahora bien, cuando el crecimiento económico se redujo a la mitad, también las ganancias empresariales lo hicieron, de suerte que para continuar elevando los dividendos era preciso recortar los costos, y reducir la tributación: Es por ello que los salarios de los trabajadores han permanecido congelados y los ingresos laborales por jubilación y servicio médico recortados, mientras los gobiernos republicanos cumplieron la tarea de aprobar la reducción radical en el pago de impuestos de los más ricos. Estas medidas fueron eficaces para elevar el ingreso de los poderosos, y generaron una fuga de la inversión al exterior, particularmente a China, mas no lograron resolver el problema original del lento crecimiento. La justificación la proporcionó el neoliberalismo. Como lo sintetizó Reagan en un slogan equivocado, pero llamativo: “El gobierno no es la solución a nuestros problemas: el gobierno es nuestro problema.” Es evidente que todo depende de qué gobierno hablemos.

Mientras tanto, para el 80% de los de abajo, la vida empeoró. El gobierno se vio forzado a reducir servicios en áreas de educación, salud, infraestructura y transporte públicos. Así, por ejemplo, mientras en los años cincuenta y sesenta hubo una gran expansión de la educación superior pública; en los ochenta y noventa el gobierno recortó los subsidios a las universidades, que se vieron obligadas a elevar sus cuotas. Los estudiantes de las clases medias y bajas tuvieron que endeudarse para poder estudiar. La novedosa deuda estudiantil, casi inexistente en los sesenta, alcanza hoy 1.6 trillones de dólares. El estudiante que termina su licenciatura hoy lo hace con una deuda de unos 30 mil dólares en promedio (más de 600 mil pesos), lo que implica, para muchos, una crisis familiar en sí misma. Y si no se llega a terminar cualquier carrera, la cosa empeora notablemente. La historia del grupo de mexicanos indocumentados nacidos en los EU (dreamers) da cuenta de ello. Este y otros procesos análogos han conducido a que alrededor de la mitad de los estadounidenses viva hoy muy cerca de la llamada línea de la pobreza. Lo que ganan no alcanza para una vida equivalente a la que tuvieron sus padres.

¿A quién se debe culpar por estas tendencias en los EU? En el plano político, es preciso apunta al partido republicano, muy cercano al 1% más rico, que logró conformar una plataforma atractiva para un segmento amplio y multiclasista de la clase trabajadora y media, con base en el racismo, el supremacismo blanco, el nacionalismo extremista (anti chino, anti mexicano), la promoción del cristianismo evangélico como la religión oficial (entre el 75 y el 80% de este grupo votó por Trump), así como una aceitada maquinaria de comunicación de ultra derecha, como Fox News. Adicionalmente, la mayoría republicana generó mecanismos para dificultar el voto de minorías por falta de infraestructura en barrios de minorías, y redibujó los distritos electorales para favorecer circunscripciones de minorías privilegiadas (Gerrymandering, por el nombre del primer gobernador en instrumentar ese método en Massachusetts en el siglo XIX). Con estas estrategias conquistó Trump la presidencia en 2016 a pesar de no contar la mayoría del voto nacional y así intentó hasta el último minuto contra Biden. El asalto al Capitolio pareciera una simple farsa. ¿Quién podría creer en un verdadero golpe de estado con unas centenas de manifestantes semi-armados? El propósito fue político: abonar en la sospecha sobre la legitimidad de Biden, añadir una mancha, y amedrentar al ala izquierda del partido demócrata, como Alexandria Ocasio Cortez y otros, víctimas de amenazas de muerte. Ello prepara el camino para un posible golpe mayor en el futuro.

Con Trump y su apoyo social, en parte real y en parte fabricado, el neoliberalismo en EU se transformó en un “socialismo para los ricos y un capitalismo para todos los demás”. Se puede discutir si los EU son una democracia, pero sería un error tratarle (aún) como a una dictadura, puesto que en el gobierno intervienen: a) la Presidencia, b) el Congreso con sus dos Cámaras, c) la Suprema Corte, d) los dos grandes partidos políticos y numerosos gobiernos locales en los estados. Así, mientras que Biden es ya el nuevo presidente, con 7 millones de votos de ventaja, la Suprema Corte sigue en manos de los republicanos. Biden cuenta con una frágil, muy frágil mayoría institucional. Además, existe el filibuster, un mecanismo que establece un candado para aprobar nueva legislación en el Senado, según el cuál con 41 votos en contra las propuestas de ley (con relación a las 100 bancas de esta Cámara), no pasan. Algo así como una llave de judo que inmoviliza al contrario. Así sucedió con Obama en buena parte de su mandato. Bajo tales condiciones, programas progresistas del corte de las propuestas rooseveltianas durante la Gran Depresión, son casi imposibles, o se les impondrá un perfil muy limitado.

Se presenta entonces la disyuntiva: Si Biden no logra cambiar nada, la declinación en el crecimiento económico, el estancamiento (aún sin inflación), generará formas inéditas de violencia y la posible quiebra del orden político establecido, por presión popular desde abajo. Si Biden, en cambio, logra avanzar en un programa progresista como el anunciado, la mitad del país que se le opone y suscribe los rumores sobre su ilegitimidad de origen, también puede generar una violencia de derecha (acaso de carácter fascista) que amenazaría igualmente al orden político tradicional, que tan buenos servicios ha ofrecido a las clases dominantes. Biden camina pues, sobre una cuerda floja.

El futuro está en lo que rodea la cuerda floja. La derecha se ha polarizado y se ha dividido entre la ultra derecha de Trump y aliados, como Marjorie Taylor Greene, republicana de Georgia, que abiertamente ha apoyado llamados hacia el asesinato de Hilary Clinton, Barack Obama y Nancy Pelosi, y ha afirmado que judíos en el espacio (¿?) fueron los responsables de los incendios forestales en California y que, no sorprende, niega la legitimidad de Biden. La otra ala de la derecha, que podría llamarse institucional, la encabeza el senador Mitch McConnel, franco opositor a los demócratas desde hace décadas y responsable de los ataques al llamado Obamacare y de la imposición de una mayoría republicana en la Suprema Corte. El Centro lo representa Biden, quien quiere restaurar la tradición demócrata. La izquierda, por su parte… apenas existe. No hay partidos comunistas, socialistas u obreros en los EU. El “socialismo” de Bernie Sanders aspira a una socialdemocracia estilo escandinavo, lejos, muy lejos de un proyecto anti-capitalista o revolucionario. Existen, eso sí, movimientos antifascistas, feministas y ecologistas radicales, como en todo el mundo. La mayoría son pro-capitalistas, aunque sus demandas tienen un perfil anti-capitalista si han de volverse realidad. Así, por el momento, la disputa política se reduce a tres frentes: la ultra derecha extrema, una derecha semi-institucional y una corriente de centro en el poder... mientras pueda sostenerse y acaso avanzar, contra viento y marea.

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