El voto de castigo es una forma legítima de la ciudadanía para expresar descontento con el gobierno en turno. Es en alguna forma, una estrategia que los votantes utilizan para expresar su molestia contra el grupo político que detenta el poder. Ello incluso, si significa apoyar a otro partido por el que normalmente no se votaría. Esta coyuntura no es ajena a México. En el 2018 Morena y su entonces candidato López Obrador nunca hubieran ganado la elección sin el hartazgo y enojo de un amplio segmento de la población harta de las corruptelas y escándalos del régimen encabezado por Peña Nieto.

Ese voto de castigo fue el trampolín para el arribo de la cacareada transformación y que, a cinco años, ha fracasado estrepitosamente en los rubros más sensibles en el ánimo de la población.

Mucho se ha escrito en los últimos días sobre el fenómeno electoral en Argentina, los “expertos” y muchas casas encuestadoras fallaron en los escenarios donde finalmente se alzó con el triunfo Javier Milei. La incógnita en el corto plazo es cómo aterrizará las promesas que tuvieron fondos en el banco del ánimo argentino. Líder de un partido denominado La Libertad Avanza, logró imponerse a la fuerza que ha dominado la política argentina por varias décadas; el peronismo. En una olla donde se mezclaron la crisis económica, el discurso antisistema, de ruptura y el apoyo del sector de derecha fueron ingredientes perfectos para exacerbar y detonar la molestia latente de los votantes.

Mas allá de aparecer como una persona explosiva e inestable y con un pobre manejo de la inteligencia emocional, Milei conectó con ese enojo colectivo subyacente. Acumulado con el tiempo debido a diversas frustraciones, tensiones y conflictos no resueltos entre ciudadanía y el peronismo, éste se manifestó a la hora de ir a cruzar la boleta.

La sorpresa de su triunfo —pese a una narrativa construida desde el poder en su contra— debería encender algunos focos en diversos tableros geopolíticos de la región.

La dinámica del denominado péndulo político está influenciada por varios factores: el descontento público por las políticas actuales, los cambios en la opinión pública, los eventos imponderables, crisis económicas u otros factores sociopolíticos. ¿Suena familiar?

Los ciclos de este péndulo pueden ser cortos o largos y la amplitud de los cambios políticos pueden variar según el país y el contexto.

México y Estados Unidos viven una ebullición política-electoral que está creando la coyuntura para una tormenta perfecta. El dilema de continuidad o de ruptura, claro está, con sus matices.

La incursión nuevamente en la arena electoral de Trump frente a una figura desgastada como la de Biden colocará al electorado estadounidense en esa disyuntiva en medio de una acalorada polarización donde México jugará un rol fundamental debido al fracaso en materia de seguridad y migratoria, ambos planos condiciones sine qua non para restaurar una fracturada relación bilateral.

La continuidad que representa López Obrador seis años más, es una amenaza creíble.

La transformación —sin ninguna rectificación— y su estela de destrucción seis años más representa un riesgo significativo para la estabilidad y la seguridad nacional bilaterales.

La preocupación legítima de la cuatroté también debe estar en el resultado de la elección presidencial estadounidense en noviembre del 2024. Y, por ende, la planificación de escenarios.

Sobre todo por la incertidumbre y la complejidad en el ánimo ciudadano que de ninguna manera será un proceso estático. Un solo disparador de conflicto bien podría ser el catalizador que contribuya a la aparición de un péndulo político.

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