Actualmente se percibe una preocupación, en muchos casos ocultada, de que en México hay gobiernos —sin importar color partidista— que dan señales inequívocas de abierta colusión con organizaciones delictivas. El significado de esto apunta a lo que expertos exponen sobre un estado donde el crimen organizado metido de lleno en el tráfico ilícito de drogas y que ejerce una influencia decisiva sobre las instituciones estatales, está muy cerca de convertirse en un “narcoestado”. El término, sin duda polémico, genera tensión interna sin embargo, también externa. La imagen de un país que por décadas ha sido golpeado por el narcotráfico y sus componendas con el poder, coloca a México hoy en la palestra de una política fallida y fracasada en torno a los abrazos que pareciera exhibir tolerancia a una impunidad que cimienta el concepto arriba mencionado.

Está claramente demostrado el interés de los cárteles de la droga por influir en la política mexicana a través de la formación de cuadros, del financiamiento de campañas electorales, el lavado de dinero y para asegurar la protección de las autoridades. Ejemplos sobran sobre el poder armado de los delincuentes disputando al poder público el monopolio de la fuerza.

Con la amenaza y el dinero asedian hasta corromper o capturar órganos de los tres niveles de gobierno y como se ha informado por el gobierno de los Estados Unidos, dominan regiones imponiendo un sistema de expoliación y sometimiento distorsionando la economía —y sus cadenas de suministro— y pervirtiendo la vida social.

Frente a la delincuencia organizada no son pocas las veces que diferentes instituciones han exhibido su debilidad y sus deformidades. Todo ello fruto de las carencias estructurales y decisiones políticas equivocadas, corrompidas o erráticas. Lo que se vive en la actualidad es una imperdonable normalización del horror y la tolerancia hacia hechos que debieran ser sancionados y perseguidos por la ley a secas.

Simular que no pasa nada cuando está pasando todo es y será una estrategia a la que tarde o temprano se le aparecerá la realidad. No basta con apuntar el dedito acusador y regodearse con el relato de la corrupción que erosiona la legitimidad de un gobierno y por ende del Estado mismo.

No parece ser un escándalo la aparición en un bote de basura del cuerpo de un recién nacido que según autoridades fue asesinado al interior del penal en San Miguel Puebla ni una fotografía donde sonriente un gobernador entrante posa en actitud amigable con líderes de grupos criminales. Cuerpos colgados, cadáveres aventados frente a un Palacio de Gobierno, y un río de sangre que tiñe el país que se pierde con la cifra diaria de las muertes por una errática estrategia frente a una pandemia a la cual además se pretende minimizar alrededor de una peligrosa variante que, precisan, actúa “como una gripita”, son fotografías del peligroso momentum mexicano.

La contradicción como sello moreno de la casa que presumía ser diferente.

Centralizando el poder en todos los niveles de gobierno y tomando decisiones sin estrategia basadas en ocurrencias, ideología y revanchismo.

Un avión que se rifó sin rifa en una charola enjuagada de opacidad. Un feminismo a modo y como moda agraviando el fondo y las formas de un movimiento legítimo, 20 mil árboles talados para la “obra del sexenio” cambiando su trazo sin justificación alguna, regalar embajadas al más puro estilo neoliberal y un largo etcétera.

Pronto México entrará en la ebullición de una desbocada carrera presidencial.

Y ahí tras bambalinas la hidra de mil cabezas; la crisis económica, la inseguridad, la inflación y los miles de muertos por el SARS-CoV-2.

¿Cuál será el siguiente distractor?