No hay país que pueda pensar su circunstancia y valorar sus opciones de desarrollo y seguridad sin tener en cuenta su capacidad de producir un esquema efectivo viable de nación. Isaiah Berlín sostenía que los nacionalismos son una suerte de reacción colectiva a una sensación de menosprecio por los valores de otra comunidad, el resultado de un orgullo herido y un sentimiento de humillación.

El nacionalismo mexicano tuvo en sus orígenes un contenido importante antiespañol producto del periodo colonial, pero desde mediados del S. XIX tiene un alto componente de resistencia hacia Estados Unidos de tal manera que cualquier diseño estratégico por parte del gobierno mexicano en turno debe tomar en cuenta la relación bilateral —asimétrica y de una enorme complejidad— más allá de agravios históricos y contemporáneos, desconfianzas fundadas y el juego permanente de simulaciones.

Hoy en la coyuntura parecen difíciles de superar.

En Palacio Nacional se debe entender que el futuro de la 4T en áreas estratégicas dependerá del tipo de relación que se (re)construya a partir del resultado de la elección presidencial del próximo martes 3 de noviembre; las agendas bilaterales de riesgo paulatinamente se han ido perfilando en el entorno del T-MEC, del Estado de derecho y en materia de seguridad.

El gobierno estadounidense ha jugado sus cartas demostrando profundo recelo y desconfianza hacia México.

Bastó el juicio contra el líder del Cártel de Sinaloa, el sr. Guzmán Loera (AMLO dixit) para que se destapara una cloaca de corrupción, complicidades, impunidad y omisiones que develan la podredumbre en el andamiaje del Estado mexicano. La relación México-Estados Unidos está por entrar en una nueva faceta ya sea con la reelección de Donald Trump o con el triunfo del demócrata Joe Biden. En ambos casos la agenda con México tendrá modificaciones sustanciales en varios rubros.

Sorprende que el Ejecutivo continúe con una desfasada narrativa sobre mantener una relación de “amistad y respeto” con el gobierno estadounidense que se ha encargado de vulnerar y lastimar la relación bilateral. La detención del general exsecretario de la Defensa Nacional Salvador Cienfuegos es ejemplo de la nula confianza de allá y ante todo del fracaso de los órganos de inteligencia de acá que nunca supieron que el alto mando militar estuviera bajo la lupa de una investigación por narcotráfico y lavado de dinero, faltaba más.

La creciente molestia de la DEA y del hoy procurador general William P. Barr está relacionada con el continuo desdén, omisiones y maltrato de altos funcionarios de la cuatroté en juntas de seguridad bilateral. Hasta la Casa Blanca llegaron las quejas de la poca cooperación y avances en el combate a las estructuras del crimen organizado. El episodio del operativo fallido en Sinaloa y la liberación del criminal cuya orden de captura y extradición fue solicitada por la DEA desencadenó mayores tensiones y puso en marcha el cronómetro divisionario de la “bomba de tiempo”(Landau dixit) de cuatro estrellas arrestado en suelo norteamericano.

La tensa calma terminará la semana próxima y ambos países deberán replantear su relato bilateral arropados por el fantasma de una pandemia sin control.

Estados Unidos encara un contexto de altísimos retos locales e internacionales, pero al gobierno de López Obrador todavía le esperan muchas sorpresas.

POR LA MIRILLA


La CDMX está de facto en semáforo amarillo y en la narrativa gubernamental en semáforo naranja. Al haber dado positivo de Covid19, Claudia Sheinbaum reveló la simulación en su discurso y el errático manejo de esta pandemia que coloca ya a la capital en un muy peligroso repunte de contagios.

Porque de los muertos, ni hablar.

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