En la definición de doctrinas de defensa y política exterior mexicana, el pasado generalmente ha dominado los escenarios de futuro; la doctrina militar ha sido defensiva mientras la diplomacia se ha sostenido en el principio de la no intervención, pero en ambas, ha predominado un pensamiento de desconfianza hacia los Estados Unidos como se ha constatado a lo largo de la compleja historia bilateral.

Sin embargo —aquí se ha puntualizado de manera frecuente— en este gobierno cuyo lema ha sido aquél de que “la mejor política exterior es la interior” hoy define de manera brutal el desastre, el fracaso y la tensión a la que las políticas públicas y las decisiones rígidas de López Obrador han empujado una relación de por sí asimétrica, al borde del abismo y de la confrontación.

Y, como se ha expuesto en días recientes, de amenazas (muy) creíbles.

La securitización absoluta de la diplomacia bilateral ha sido un logro del presidente mexicano con republicanos y demócratas por igual.

Los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos y su influencia en la región no se han modificado sustancialmente, pero han acentuado la inquietud y el recelo hacia la cuatroté. Nuevamente tanto para el partido demócrata como también para el republicano.

El denominador común es la descontrolada migración y los abrazos presidenciales al crimen organizado .

Es sabido que para López Obrador el juego de generar percepciones ha sido fundamental punta de lanza para su movimiento y de paso en la relación bilateral. El esfuerzo coherente, sistemático y de gran alcance para estar generando una pésima reputación en la esfera de la confianza, del Estado de derecho y del combate a la impunidad le ha dado excelsos resultados.

México es foco de preocupación. Los hechos y la realidad sistemáticamente derriban el discurso presidencial que es adoptado, muchas veces, de manera abyecta. Figuras legislativas desde la tribuna prometen a gobernadores que, si se portan bien en las próximas elecciones, serán premiados con embajadas.

El mensaje para la comunidad internacional —y para el servicio exterior mexicano— no necesita traducción alguna.

El triunfo moreno en los estados que irán a las urnas será recompensado con posiciones en el exterior. En su distintiva mediocridad Morena se concentra en el árbol perdiendo de vista el bosque plagado de francotiradores; la hora de establecer los grandes movimientos y tácticas de los campos de batalla electoral ha comenzado.

La escalada en las señales y los amagos del gobierno estadounidense a través de altos funcionarios es innegable. El activismo del embajador estadounidense Ken Salazar es incuestionable. La inquietud y molestia del principal aliado y socio comercial de México es comprensible. López Obrador ha demostrado no cumplir con su palabra y ejemplos sobran.

Quizá por ello también sin tapujos ni diplomacia alguna desde allá recién se prometió, entre muchas cosas, que habrá consecuencias si el crimen organizado mete las manos en el próximo proceso electoral mexicano.

El timing de esta amenaza en la coyuntura del tiradero en la burbuja presidencial con el ajuste de cuentas entre el exconsejero jurídico presidencial y el fiscal general, no es ninguna coincidencia. El torbellino electoral en ambas naciones tensará aún más la cuerda de los ánimos en un mar social de desánimo e impotencia ante el lodazal de la impunidad alrededor de la violencia criminal, verbal, social y política que muestra un crecimiento de la protesta y las movilizaciones sociales.

El régimen mexicano se enfrenta a una serie de crisis superpuestas que lo están colocando en una situación extremadamente delicada y que, de prolongarse en el tiempo, podrían desencadenar una tormenta perfecta.

¿Qué más necesita este gobierno para dimensionar este fenómeno?

@GomezZalce

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