Hace apenas unos meses, todavía en el 2019, procedente de China, comenzamos a recibir información periodística y toda clase de reportes, algunos con rigor científico y otros francamente sujetos a revisión, acerca de la inusual gripa que tuvo lugar en la ciudad de Wuhan. Sin embargo, las organizaciones internacionales en materia de salud pronto comenzaron a sospechar lo que se avecinaba.

Hoy, nos enfrentamos a la epidemia provocada por este coronavirus, con cientos de miles de afectados en el mundo y muertos que llegan incluso a la fosa común, por haber quedado rebasada la política pública sanitaria al enfrentarse a la disciplina de la realidad. Nuestro México, en la Fase 3 ya declarada del curso de este fenómeno, superó hace unos días los 20 mil casos confirmados acumulados y las dos mil defunciones.

Las autoridades en la materia han señalado que podría llegarse hasta los ocho mil muertos de acuerdo con sus estimaciones. No pocos especialistas, debo decirlo, han divulgado y hecho patente su discordancia con las cifras, la postura y el posicionamiento de la Secretaría de Salud; y, de forma consecuente, hay un cuestionamiento al manejo que se ha hecho desde el Poder Ejecutivo.

Cierto es que se han implementado las medidas de prevención e higiene básicas que son una recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), así como algunas de las sugerencias para evitar el contagio comunitario. Empero, nada resultó suficiente para evitar que el coronavirus cruzara nuestras fronteras, pues no existe pasaporte o visa que valga. Las medidas en aeropuertos y líneas de transporte quizá no fueron suficientes o no se ejecutaron a tiempo pues el agente infeccioso finalmente ha llegado, invisible, hasta nuestros hogares, escuelas, empresas y oficinas de gobierno.

Lo cierto es que sean dos semanas o tres o cinco meses, nadie conoce con certeza lo que habrá de ocurrir cuando llegue el desenlace de este episodio que nos recuerda cuan frágiles somos ante las fuerzas propias de nuestra biología y condición de vulnerabilidad como especie. Comparto con ustedes, amigos lectores, algunas reflexiones en torno a esta incertidumbre que es, sin duda, eco social de la epidemia.

Primero, bien a bien no sabemos a qué nos enfrentamos. Los países miembros de la OMS han encaminado esfuerzos para decodificar al virus que provoca la enfermedad denominada así Covid-19; esto, con el propósito de establecer dos cursos de acción.

Por un lado, encontrar un tratamiento antiviral o retroviral para atender con velocidad a los pacientes que pierden el aliento prácticamente en la asfixia, intubados y, muchos de ellos, sin el acceso al equipo indispensable para procurar la vida en tales circunstancias. Por el otro, producir la vacuna tan indispensable para erradicar a gran velocidad las posibilidades del contagio.

Segundo, la pandemia provocada por el virus ha estado acompañada por la propia en torno a la producción, análisis y uso de la información. Me refiero, en ulterior instancia, a las estadísticas epidemiológicas ahora tan puestas bajo sospecha en todos los países, no sólo en México. No profundizaré aquí sobre la eficacia del Método de Vigilancia Centinela o la ausencia de su efectividad.

Antes bien, me pregunto si los datos están siendo recogidos con el rigor indispensable; si desde las unidades médicas más modestas están fluyendo apropiadamente las cifras hacia la Secretaría de Salud. No puedo evitar preguntarme cuándo se hacen los cortes informativos y los reportes. ¿Cuál es el grado de fiabilidad en ellos? ¿Con qué rigor están siendo recopilados y tratados para que los funcionarios de la Administración Pública puedan o no tomar decisiones realmente acertadas, lo mismo en las entidades federativas que en el ámbito nacional? Es decir, gestionamos esta numeralia de incuestionable relevancia de forma oportuna y con la calidad que se requiere o, ¿nos encontramos esquinados ante las posibilidades de maniobra que nos dejan la especulación y el tanteo?

Tercero, además de los cercos epidemiológicos, ¿cómo se están realizando los seguimientos a los casos confirmados? ¿Qué nos impidió contar con una trazabilidad adecuada que permitiera contener o mitigar la enfermedad antes de llegar a los volúmenes del contagio comunitario? Tan grave es el efecto de este agente biológico sobre nuestros cuerpos, como lo es el desconcierto y la conducción errática de un sistema de salud que con muchas probabilidades, condenado está a quedar rebasado.

Cuarto, ¿se ha pensado en el futuro? ¿Cuáles serán las estrategias, planes y programas que nos llevarán a tener seguridad sanitaria en los próximos meses y años? ¿Qué medios y recursos serán suficientes para garantizar, como ya se hizo en tiempos anteriores, la cobertura de vacunación de este y otros males? ¿Cómo reconstruiremos la meritoria práctica de inmunizar a nuestra sociedad entera desde la niñez? Me cuestiono, por qué a la par del COVID-19 estamos siendo testigos de la presencia de padecimientos de añeja erradicación como el sarampión. ¿Qué evidencia científica se ha concretado para garantizarnos que se están estudiando todas las variables epidemiológicas que nos asegurarán un mejor cierre de esta pesadilla?

Quinto, ¿a dónde nos conducirán las afectaciones más allá del ámbito médico y clínico? Me refiero a la crisis económica de proporciones faraónicas que se cierne sobre todo el mundo y, con ello, el inevitable cierre o quiebra de las pequeñas empresas, el desempleo, el colapso de las industrias, los servicios, el comercio e incluso los medios de comunicación. Tanto las actividades esenciales como aquellas que no lo son, marchan al filo de la navaja y, en medio, están las personas que deben debatirse entre salir a trabajar o dejar de llevar el pan a sus hogares.

Sobre nuestras cabezas pende la inquietud que nos llena de ansiedad e inestabilidad. En estos momentos, nuestra condición psicoemocional y real con respecto al futuro se encuentra en un ominoso compás de espera y, por ende, dejan de tener sentido los sueños de los niños y las expectativas de los jóvenes ante un mañana incierto; las posibilidades de una vida productiva y de autorrealización en los adultos y, el enorme temor a la pérdida del resultado de años de trabajo para quienes están en la sexta, séptima u octava década de su existencia.

¿Cómo lograremos salir de esta zozobra? ¿Cómo se retomará el cotidiano proceder y se reemprenderá la vida tras la epidemia? No dejo de pensar que todavía hay tantos pendientes por resolver como el hecho de que, en tiempos inéditos como estos, la seguridad pública debe fortalecerse sin cuestionamiento porque estamos en medio de las condiciones idóneas para que diversidad de delitos se multipliquen: robos, homicidios, agresiones al personal de salud, linchamientos a sospechosos de contagio y, la invisible violencia intrafamiliar. ¿Estamos listos, nos estamos preparando para resistir esas otras circunstancias que no han dejado de vulnerar nuestra integridad y patrimonio?

Me pregunto qué rasgos debe tener nuestra actuación. No tengo la respuesta. No sabemos cuándo ni cómo habremos de superar esta plaga del siglo XXI. Estamos en vilo en espera de constatar lo que ya parece un hecho: ver que las defunciones se acumulan, pensando en si cada uno de nosotros o los afectos más cercanos verá su vida trastocada o apagada por la epidemia y sus múltiples rostros y brazos.

Como médico, servidor público y padre de familia, pido a todos la prudencia para actuar de la mejor forma, de la manera que nuestro México lo requiere y cada uno desde su trinchera; siempre responsables, sea cual sea nuestro papel en esta historia que aún no encuentra su punto final.

Ex Comisionado Nacional de Seguridad y ex Comisionado Nacional Contra las Adicciones.

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