Comienzo este artículo con preguntas que se deslizan tanto entre las reflexiones del ciudadano común como en las de algunos mexicanos que hemos tenido la responsabilidad de ser servidores públicos: ¿Por qué encontramos cada vez más cuesta arriba creer y comprender lo que se nos expone a través de las comunicaciones oficiales? ¿Qué ha sucedido durante este tiempo en el que repasamos los compromisos de gobierno y hallamos sus logros discordantes frente a la disciplina de la realidad, que no deja de encarar los resultados obtenidos? Y, como si fueran pocas las sombras de duda ya existentes, el infortunio de la pandemia de coronavirus que se cierne sobre nuestra patria, desde su primera aparición hasta hoy, nos arroja a continuar en el desconocimiento, bien sea porque no se entiende o no se cree en predicciones que, quizá por inexactas, derrumban el optimismo y engrosan las filas de los escépticos.

Esta circunstancia, que parece ser común a distintos ámbitos de la vida nacional, nos remonta al entorno de las finanzas públicas, las inversiones en proyectos, los debates sobre la política energética y una lista innumerable de asuntos que no abordaré en esta ocasión. Tampoco profundizaré en el campo que sí es de mi conocimiento, me refiero a la Seguridad Pública. Por ello, me ocuparé de un tema que a tantos agobia y que requiere de unidad y denodados esfuerzos para salvar a pacientes del COVID-19. Aquí, lo relevante consiste en entender que, en la vida, toda actividad amerita la utilización de una herramienta científica para lograr los objetivos; y, desde luego, la administración pública no queda exenta de ello, menos aún la Medicina en su dimensión social.

Como lo he dejado impreso en entregas previas, en mi labor cotidiana siempre está presente la preclara inclinación a emplear los recursos de la ciencia para diagnosticar, evaluar, diseñar programas de intervención y cosechar los frutos de estrategias y acciones enfocadas a afrontar las necesidades de la sociedad. A esto le denominamos Método Científico, con el cual podremos conocer, comprender, actuar y pronosticar el comportamiento de un fenómeno.

El diagnóstico debe ser, invariablemente, un punto de partida y su carencia puede hacer que el mejor profesional o funcionario actúe, como acusa el adagio, “dando palos de ciego”. Ustedes habrán leído o escuchado múltiples opiniones sobre las diversas medidas en torno a la pandemia y, hay que decirlo, la no menos abundante polémica al respecto: resguardarse o confinarse se califican como error garrafal; el uso del cubreboca sirve a unos, mientras otros lo descalifican; para los primeros, debe cambiarse a diario, si acaso se le encuentra disponible. Se rechaza la prescripción de acudir al médico cuando se presentan los síntomas compatibles con COVID-19, argumentando que no hay lugar donde atenderse o porque no se ha alcanzado determinado estado crítico o de gravedad. Acerca de la disponibilidad del equipo e instrumental indispensable para el tratamiento, aseveran algunos que hay suficiente, a la vez que voces encontradas acusan la carencia; y, de los precios, ni se diga, pues así abundan negocios en México. ¿Cuándo y por qué concluye el encierro? ¿Quién lo dispone y, no se diga, de sus variables? En fin, podría ser interminable esta colaboración, discerniendo entre lo que ustedes y yo sabemos o desconocemos.

Ahora, me remito a las preguntas dirigidas hacia las instituciones. ¿Contamos ya con evidencias sólidas del fenómeno epidemiológico? ¿Cuáles de ellas nos aseguran la libertad de transitar sin temor ni menoscabo de la salud, tanto en sentido amplio como en el cotidiano andar por la calle? Y, lo más importante, ¿a quién hacerle caso si se dejan escuchar al mismo tiempo voces que rayan en la inconsistencia y el chistorete, en tanto otras emiten consideraciones contradictorias, avaladas por importantes organismos y maestros que nos merecen admiración y respeto por su trayectoria y honorabilidad?

Estamos ávidos de saber, apoyados en la tríada del diagnóstico, cuál es la ruta crítica y los programas sociales de fondo en esta epidemia y cómo contribuyen a que el servidor público responda de manera adecuada, particularmente en el ámbito de la salud comunitaria. Sobre todo cuando estamos en un momento en que las instituciones sanitarias se encuentran en reacomodo, por no señalar ciertos visos de desmantelamiento. La crisis de esta enfermedad denominada COVID-19 lanza un severo llamado de atención a reconsiderar cómo se gestiona el sector en su totalidad, con independencia de los gobiernos en turno en los órdenes federal, estatal y municipal. El bienestar físico y psicológico no es un estado político ni ideológico y menos de ventajas financieras para algunos pillastres.

Y, ahora, unos cuestionamientos más para el Sector Salud: ¿Qué estrategias, programas y acciones nos asegurarán que, en el futuro, el país no padezca déficit de personal médico y de enfermería? ¿Qué métodos de vigilancia epidemiológica garantizarán una intervención oportuna y efectiva ante un agente patógeno sobre el que aún no podamos ejercer control? ¿Con qué redes de información se cuenta para agilizar el reporte constante de casos y en qué nivel se encuentra la fidelidad de los datos? ¿Cuáles son los mecanismos que permiten asegurar la certidumbre sobre tales cifras?

Por otra parte, ¿cuáles son las estructuras y organizaciones sociales que pueden coadyuvar para obtener la participación ciudadana tan exigible, bajo los debidos protocolos, para evitar la propagación del virus? ¿Cómo involucrar a la gente en los consejos ciudadanos y así procurar también la preparación de personal médico y de enfermería, acondicionamiento de hospitales, clínicas, sanatorios y hasta dispensarios? Solemos pensar desde la idea del nosocomio urbano, pero ¿cómo se gestiona la salud en los poblados y rancherías más apartados, adonde eventualmente también arriban los brazos de la epidemia, no así los tratamientos para su atención y erradicación?

¿Qué programas habrán de ponerse en marcha para proteger la integridad de todo el personal, los pacientes y sus familias? ¿Cuáles serán los canales y la logística para el traslado de los diversos insumos, en qué cantidades y bajo qué cuidados? ¿Cómo se reportarán de forma confiable y oportuna los resultados cuantitativos y cualitativos que permitan establecer los cursos de acción conducentes? ¿No debiera existir, por sí mismo, un programa de indicadores de evaluación? ¿No tendría que permitirnos comprobar si hemos obtenido lo necesario o si aparecieron desviaciones del objetivo? ¿De qué manera elegir la vía para proseguir, siempre con metas precisas que nos brinden certidumbre en materia de salud a los mexicanos?

Como habremos de regresar a la pretendida “nueva normalidad” de las instituciones de nuestro país, hoy, el reto es superar la improvisación y abrir paso al quehacer riguroso en salud pública, como en tantas otras materias. La última pregunta para las instituciones es: ¿querrán o podrán hacerlo?

Ex Comisionado Nacional de Seguridad y ex Comisionado Nacional Contra las Adicciones.

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