En recuerdo de Concepción Quiroga y Quiñoa, por tanto.

¿A poco no? ¡Faltaba más! Han retornado, tozudas, como cada marzo. Algunas veloces, tempraneras; otras con cierta calma o timidez, pero las jacarandas de nuestra ciudad han regresado. No podían faltar. Urgía su presencia porque el 8 y 9 de marzo de este año que reitera su nombre –2020– viviremos dos sucesos que, como ellas, simbolizan la tenaz persistencia por vivir.

Es indispensable que estén en la marcha y en el paro con sus colores de siempre: verde y violeta, o verde y morado según se diga en el sitio en que se esté: entre el azul y el púrpura dicen quienes saben. El de cada uno de los pañuelos, pañoletas en otros lares, que hoy las mujeres portan como símbolo de la lucha por su derecho a decidir, su rabia por tanta y tanta muerte que las mata por ser solo jacarandas libres de florecer, de brotar a su antojo, modo y parecer: ni una menos. Nacieron de color blanco en la Plaza de Mayo, siempre argentina y ya de todas en el mundo.

Frente a la jacaranda más cercana que me recuerda, puntual, que ya casi es hora de escribir, como cada año, un texto sobre su terquedad de emerger –contra todo pronóstico, en esta ciudad maravillosa y cruel– miro con asombro, callado, cómo se entrelaza el verde de la libertad con el violeta-morado que reclama, con toda la fuerza y coraje necesarios, que ya no más, ni una más y que no se olvide alguna. Su mezcla denuncia la violencia de género y la equidad nunca lograda, o negada, por el patriarcado desde hace tantos siglos.

Sí. Callado y quieto: como se ha de estar frente a la belleza que porfía entrelazando luces, a la luz del símbolo en que hoy se tornan y calan. Duele a cada una. Y también anuncian, creo (así lo ven mis ojos) la exigencia activa, dura y ruda, con que se han hecho sorolas, hermanadas porque así lo han decidido.

He escuchado a hombres, amigos, y a la voz del varón con el que hablo a diario porque vive en mis adentros, decir que no saben, no sabemos, qué hacer ni donde estar en estos días venideros. Creo que, como frente al jacarandá como se le llama en otros lados –o la flor de primavera, la que sea, que revienta en cada ciudad y pueblo donde se viva para anunciar que hay un futuro, otro, a pesar del invierno, del infierno– nos toca estar callados, quietos, mirando y arriesgando lo que más nos mal identifica como género: la soberbia, el saber omnisciente que conoce todo y guía.

Un silencio profundo para aprender, para ejercer el extraño don de escuchar, de escucharlas atentos, sin juzgar, sin conducir –menuda vanidad– ni sugerir lo que tienen que hacer.

Harán lo que decidan y nos toca ser tocados por esas voces que acallamos tantas veces. Escuchar, estar atentos, preguntar(nos) desde el reconocer un costal de puntos ciegos en que nos han, y hemos, formado y vivido.

El movimiento en la tierra, sumergido, donde viven y se alimentan las raíces de las jacarandas, ha de ser muy fuerte para que sean paridas sus flores en las ramas. Del mismo modo, pienso frente al árbol de la vida que marcha y se detiene, que el movimiento de las mujeres, diverso, al surgir desde lo soterrado de la cultura, es una inmensa fuerza social que abre camino a todas, y a todos. Es momento de callar y escuchar. No es trivial: es lo que nos toca en la lógica del aprendizaje. El domingo y el lunes, y ojalá, luego todos los días, habrá clases de dignidad al moverse o detener su actividad para hacer visible su importancia. Silencio: oigamos su voz, sus palabas: veamos sus colores. Es la arboleda de jacarandas que presagia libertad porque no la pide, la exige desde la rabia de tanta promesa incumplida, de tanto protocolo para la foto, de tanta estupidez desde las alturas de los poderosos y su patriarcal palabra. Basta.



Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
mgil@ colmex.mx

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